Apreciados,
amigos. Hoy intentaré comentar algunos aspectos de la novela Cosmópolis, de Don DeLillo. Sin embargo,
antes de entrar en valoraciones sobre la citada obra, quisiera apuntar una
sucinta impresión sobre el quehacer literario del autor norteamericano. De cada
novelista podríamos destacar unas cualidades que, si en ocasiones son comunes
en una época o en un estilo próximo, en otras, son propias e intransferibles. Considero
que una de estas particularidades de la prosa de Don DeLillo es,
fundamentalmente, la capacidad seductora, y es por ello que su obra se
convierte en un lugar literario donde podemos dejarnos caer y deslizarnos hacia
esos lugares intangibles de la ficción. DeLillo posee la facultad de contar historias
que se ajustan a nuestro universo, quiero decir, al universo más particular de
cada lector, y eso, amigos míos, no es ni siquiera una aspiración para muchos
narradores, es, sencillamente, algo que jamás podría aparecer ni como objetivo hipotético
en los sueños más ambiciosos. Para constatar lo apuntado, basta con acercarse a
la ingente narración de Submundo,
como ejemplo sabido por quienes le seguimos la pista. Con esta pequeña
introducción no pretendo nada más que mostrar que, para este comentarista, es
DeLillo uno de los santos literarios de su devoción.
Entrado
en la obra que nos ocupa, salvando una vez más todos los méritos apuntados y
por apuntar, me ha parecido que Cosmópolis
no ha alcanzado la altura de otras obras del mismo autor, y que me perdonen las
musas. El afán por destruirse del protagonista, Eric Packer, desencantado
cuando posee dinero y poder, no ha llegado a traspasar la piel del lector.
Claro, que si hablamos de pieles y de sensibilidades, cada cual tiene la que se
merece. El autor se ha adentrado en el mundo deshumanizado del dinero, más
concretamente, de la especulación económica, al tiempo que ha trasladado tal
deshumanización también a las relaciones humanas, donde en la obra se constata
que ya no existen; recordemos el matrimonio contractual compartido con la hija
de otros acaudalados personajes. Cuando el protagonista está en la cúspide de
su éxito como asesor en inversiones, comienza a caer no solamente como
profesional, también como persona: insatisfecho en la sexualidad; insatisfecho
en la esponjosa y complaciente existencia que pasea rodeado de guardaespaldas,
mientras observa la vida desde su limusina. No son las circunstancias, o sí,
también es una decisión de Eric, arrastrado por el desencanto. Decide derrumbarse
en momentos en los que era posible retroceder. Sabiendo que la
inversión en yenes será irrecuperable, decide seguir comprando la moneda
nipona, con su dinero y con el de su esposa, hasta perderlo todo. A
continuación asesina, sin causa real, al jefe de seguridad y posteriormente se
dispara, voluntariamente, en una mano. Eric busca su fin, lo cual, entendemos
que está en una órbita cercana a la de quienes optan por el suicidio. No se
trata de creer si es o no es verosímil
la actitud del protagonista, sino de comentar que en ningún momento, a pesar de
que el autor maneje una de las prosas que más envidio, consigue cautivar al
lector con la historia. El frío narrativo levanta una pared entre el lector y
los acontecimientos, y con ello la caída de todos los puentes. Tampoco se trata
de denostar la temática, la cual puede parecernos perfecta para una historia
novelada, sin embargo, en las acciones de Eric, no consigue despertar
suficiente interés.
La
novela presenta dos voces narrativas. De ellas destaca la del narrador omnisciente,
quien conduce las escenas y la breve acción, nos presenta unos acontecimientos,
socilógicamente, fundamentales e interesantes, aunque no consigue, como decíamos, rozar la necesitada piel del lector. La segunda voz se podría entender como funcional. Se trata de
la primera persona del singular. Por ella sabemos que el protagonista acabará
asesinado por el personaje que nos habla. Este acontecimiento adelanta un hecho
que no ayuda a mantener el interés. No se trata de que al adelantar el final se
distraiga la atención en el relato, pues en obras como El túnel o Crónica de una
muerte anunciada también nos lo adelantan; no obstante, en estas el interés
remonta con naturalidad. Me he atrevido a decir que esta voz narrativa es
funcional porque el autor pretende con ella redirigir (tal vez buscar la salida) los sucesos hacia una conclusión y cierre.
Me
atrevo a decir que DeLillo, conforme escribía, era consciente de la distancia
entre el texto y sus futuros lectores; es más, no me cabe la menor duda de que
un narrador de su talla sabe perfectamente si ha conectado, o no, con el
público. Consciente de ello, en las últimas páginas, diría que intenta salvar
su obra con la mejor expresión de que es capaz como narrador. Se intensifica la
acción y afloran las reflexiones, tanto en el narrador como del protagonista, y
ahí aparece el Don DeLillo más seductor, con párrafos capaces de hechizar; pero ya es
tarde, detrás quedan demasiadas páginas carentes de magia y una pared de hielo
que, a pesar del intento, todavía se levanta insalvable. Vale.