jueves, 3 de octubre de 2013

Cosmópolis versus Don DeLillo







Apreciados, amigos. Hoy intentaré comentar algunos aspectos de la novela Cosmópolis, de Don DeLillo. Sin embargo, antes de entrar en valoraciones sobre la citada obra, quisiera apuntar una sucinta impresión sobre el quehacer literario del autor norteamericano. De cada novelista podríamos destacar unas cualidades que, si en ocasiones son comunes en una época o en un estilo próximo, en otras, son propias e intransferibles. Considero que una de estas particularidades de la prosa de Don DeLillo es, fundamentalmente, la capacidad seductora, y es por ello que su obra se convierte en un lugar literario donde podemos dejarnos caer y deslizarnos hacia esos lugares intangibles de la ficción. DeLillo posee la facultad de contar historias que se ajustan a nuestro universo, quiero decir, al universo más particular de cada lector, y eso, amigos míos, no es ni siquiera una aspiración para muchos narradores, es, sencillamente, algo que jamás podría aparecer ni como objetivo hipotético en los sueños más ambiciosos. Para constatar lo apuntado, basta con acercarse a la ingente narración de Submundo, como ejemplo sabido por quienes le seguimos la pista. Con esta pequeña introducción no pretendo nada más que mostrar que, para este comentarista, es DeLillo uno de los santos literarios de su devoción.
Entrado en la obra que nos ocupa, salvando una vez más todos los méritos apuntados y por apuntar, me ha parecido que Cosmópolis no ha alcanzado la altura de otras obras del mismo autor, y que me perdonen las musas. El afán por destruirse del protagonista, Eric Packer, desencantado cuando posee dinero y poder, no ha llegado a traspasar la piel del lector. Claro, que si hablamos de pieles y de sensibilidades, cada cual tiene la que se merece. El autor se ha adentrado en el mundo deshumanizado del dinero, más concretamente, de la especulación económica, al tiempo que ha trasladado tal deshumanización también a las relaciones humanas, donde en la obra se constata que ya no existen; recordemos el matrimonio contractual compartido con la hija de otros acaudalados personajes. Cuando el protagonista está en la cúspide de su éxito como asesor en inversiones, comienza a caer no solamente como profesional, también como persona: insatisfecho en la sexualidad; insatisfecho en la esponjosa y complaciente existencia que pasea rodeado de guardaespaldas, mientras observa la vida desde su limusina. No son las circunstancias, o sí, también es una decisión de Eric, arrastrado por el desencanto. Decide derrumbarse en momentos en los que era posible retroceder. Sabiendo que la inversión en yenes será irrecuperable, decide seguir comprando la moneda nipona, con su dinero y con el de su esposa, hasta perderlo todo. A continuación asesina, sin causa real, al jefe de seguridad y posteriormente se dispara, voluntariamente, en una mano. Eric busca su fin, lo cual, entendemos que está en una órbita cercana a la de quienes optan por el suicidio. No se trata de creer si es  o no es verosímil la actitud del protagonista, sino de comentar que en ningún momento, a pesar de que el autor maneje una de las prosas que más envidio, consigue cautivar al lector con la historia. El frío narrativo levanta una pared entre el lector y los acontecimientos, y con ello la caída de todos los puentes. Tampoco se trata de denostar la temática, la cual puede parecernos perfecta para una historia novelada, sin embargo, en las acciones de Eric, no consigue despertar suficiente interés.
La novela presenta dos voces narrativas. De ellas destaca la del narrador omnisciente, quien conduce las escenas y la breve acción, nos presenta unos acontecimientos, socilógicamente, fundamentales e interesantes, aunque no consigue, como decíamos, rozar la necesitada piel del lector. La segunda voz se podría entender como funcional. Se trata de la primera persona del singular. Por ella sabemos que el protagonista acabará asesinado por el personaje que nos habla. Este acontecimiento adelanta un hecho que no ayuda a mantener el interés. No se trata de que al adelantar el final se distraiga la atención en el relato, pues en obras como El túnel o Crónica de una muerte anunciada también nos lo adelantan; no obstante, en estas el interés remonta con naturalidad. Me he atrevido a decir que esta voz narrativa es funcional porque el autor pretende con ella redirigir (tal vez buscar la salida) los sucesos hacia una conclusión y cierre.
Me atrevo a decir que DeLillo, conforme escribía, era consciente de la distancia entre el texto y sus futuros lectores; es más, no me cabe la menor duda de que un narrador de su talla sabe perfectamente si ha conectado, o no, con el público. Consciente de ello, en las últimas páginas, diría que intenta salvar su obra con la mejor expresión de que es capaz como narrador. Se intensifica la acción y afloran las reflexiones, tanto en el narrador como del protagonista, y ahí aparece el Don DeLillo más seductor, con párrafos capaces de hechizar; pero ya es tarde, detrás quedan demasiadas páginas carentes de magia y una pared de hielo que, a pesar del intento, todavía se levanta insalvable. Vale.

2 comentarios:

  1. Hola Eugenio, lo cierto es que comparto contigo la opinión que tienes sobre el libro. Me ha dejado bastante frío su lectura y, aunque tengo que remarcar diálogos y reflexiones que son simplemente geniales, no parece que el ritmo o la historia llegue a cuajar del todo, convirtiéndose en una simple sucesión de planos y situaciones sin transfondo alguno. No solo, como bien dices, dehumaniza el mundo y las relaciones, sino que también lo hace con las personas, creando marionetas que se mueven inevitablemente hacia un final que, además, está anticipado. Aún así, no puedo decir que no me haya gustado, pero sí que recomendaría a autores que empiecen con este autor, cualquiera de sus otras obras.

    Un saludo!!

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