Autor: Manuel Vilas
Dicen profesores de la conocida escuela de escritura de
Nueva York, Gotham Writers’ Workshop, continuando el precepto clásico, que un
autor debe preguntarse si la trama de su novela presenta planteamiento, nudo y
desenlace. Desconozco si Manuel Vilas se lo preguntó a lo largo de la escritura
de Ordesa. La verdad es que parece
poco relevante si la trama de la novela se ajustaría a la consabida estructuración
(que ni de lejos es así), lo que sí importa es que Manuel Vilas llega donde
pretendía: a erizar la sensibilidad del lector valiéndose de la hipnosis de su prosa y
de aquellos lugares emocionales que emergen palabra a palabra.
Se trata de
una novela sin acción ni tensión narrativa, entiéndase en el sentido de la más
pura teoría literaria. El trabajo de Manuel Vilas demuestra que las reglas de
la novela son amplias y moldeables. El narrador, nada más abrir el libro, toma
de la mano al lector y sin previo aviso empieza con él la inmersión hacia simas
emocionales. El mismo autor ha dicho sobre Ordesa
que es una autobiografía, ha dicho que es un monólogo a la vez que un
diálogo consigo mismo, que es un desorden coherente, que es un estado de ánimo,
que es la entrada en la dimensión del pasado, además de «una carta de amor a
mis padres»; a lo que añade: «Todo el libro es la constatación de que no queda
nada detrás del tiempo». ¿Qué importará la tensión narrativa ni la línea
argumental si lo que de verdad pesa en el texto desborda cualquier
planteamiento teórico?
No cabe la menor duda de que esta
novela es la obra de un poeta inquieto por encontrar la palabra exacta que le
lleve a mostrar la emoción exacta. No le interesa ni el lirismo ni lo almibarado de la poesía, sino
la exactitud en el sentido más amplio, que sea la expresión la chispa que activará
nuestra experiencia para decir que sí, que estamos totalmente de acuerdo con las
emociones recuperadas por el narrador.
A tenor de las anotaciones anteriores, en esta novela
entenderemos que se puede hablar indistintamente de autor y narrador, como si
se tratase del poeta ante sus versos. El punto de partida está en la revisión
de la casa familiar y en la soledad que crea el divorcio para el autor. La
realidad que ofrece el presente constata el peso del pasado, de la muerte, del
desarraigo, de los hijos que como él de joven no son capaces de retener el
presente, por lo que también serán devorados por el paso del tiempo: la más
inamovible condición humana. Para el autor aragonés solo la memoria puede,
aunque efímeramente, transcender a la catástrofe del tiempo. En la entrevista
de El ojo crítico, dice Vilas: «No he
querido hacerme mayor», «quisiera regresar a esa identidad».[1]
Cuando la masa intangible del pasado cae sobre el autor, este quiere aferrarse
al tiempo feliz e inmortal a los ojos del niño que fue. De esa imposibilidad
nace el dolor. Toda la obra es el intento por recuperar la imagen de sus
padres: cómo eran, cómo pensaban, cómo actuaban, cómo se relacionaba con ellos,
cómo vivían o cómo era el microcosmos familiar; tanto esfuerzo para revivirlos. A veces el motor del recuerdo
es una fotografía, en ocasiones un personaje, a veces un objeto o un contexto, pero siempre se recrean
momentos en los que se alojaba la felicidad, esa felicidad imperfecta porque no se perpetuó.
Si la vida es una cadena que se eslabona
en la descendencia, si somos hijos y después padres de otros hijos tan
diferentes e iguales a nosotros, por qué no habían de repetirse las actitudes y
los sentimientos. Nadie está hablando de sensiblerías. El autor se lamenta de
la imposibilidad de comunicación con sus hijos, situación que lo traslada a la
relación que él pudo mantener con sus padres, que sin duda alguna sería tan
distante como la que él reconoce con sus descendientes. Es en el presente cuando siente
la soledad, el abandono (¿existencial?). Si por un lado sufre la ausencia de
los progenitores, por el otro, el pasmo de verse adulto con todas las
conexiones a la felicidad rotas: insatisfacción que se extiende hacia los
eslabones siguientes de la cadena vital. En cuanto a la incomunicación con sus
hijos, leemos:
«No acierto
con los abrazos, parece como si nuestros cuerpos no acabaran de encontrarse en
el espacio». (Pág. 107)
Dejando al margen el tiempo irrecuperable para centrarnos en el tiempo narrativo, nos encontramos con uno de los grandes aciertos de la novela. Se trata de que la memoria actualice el pasado, pero la memoria, al tiempo que es caótica, no deja de ser coherente. La novela nos acerca a escenas interrumpidas y retomadas, en función de la intensidad subjetiva del narrador y de sus intereses. El recuerdo va y viene en el tiempo alterando las líneas cronológicas; no obstante, ello no es una dificultad para el lector, por el contrario es una invitación a reconstruir el tiempo que el autor, con los bocados del olvido, ha ido desarmando. Vilas nos está pidiendo nuestra implicación ante el aparente desorden, al modo de alguna otra novela, como podría ser el caso de Patria, tal vez esta con un hilo narrativo más evidente.
Dejando al margen el tiempo irrecuperable para centrarnos en el tiempo narrativo, nos encontramos con uno de los grandes aciertos de la novela. Se trata de que la memoria actualice el pasado, pero la memoria, al tiempo que es caótica, no deja de ser coherente. La novela nos acerca a escenas interrumpidas y retomadas, en función de la intensidad subjetiva del narrador y de sus intereses. El recuerdo va y viene en el tiempo alterando las líneas cronológicas; no obstante, ello no es una dificultad para el lector, por el contrario es una invitación a reconstruir el tiempo que el autor, con los bocados del olvido, ha ido desarmando. Vilas nos está pidiendo nuestra implicación ante el aparente desorden, al modo de alguna otra novela, como podría ser el caso de Patria, tal vez esta con un hilo narrativo más evidente.
Los temas que recorren el libro
son variados, sin embargo siempre convergen en la intención de recuperar lo
irrecuperable. La búsqueda del momento mágico podría encontrarse en el viaje
a Ordesa. Recuerda el narrador que de niño viajó con sus padres en el
utilitario familiar a dicho valle. El padre sentía predilección por ese
lugar desbordado de emociones en fusión con la naturaleza. La anécdota fue que
tuvieron que detenerse a consecuencia de un pinchazo, algo trivial, no obstante
quedó grabado el momento en la mente de quien fue niño. En un intento tan
necesario como absurdo, el narrador, ya adulto, lleva a sus hijos a ese mismo
lugar en el que el pinchazo los obligó a detenerse, lo cual debe entenderse
como aproximar a sus hijos hasta las puertas mitificadas por el autor para
intentar el absurdo de unificar el pasado y el presente con la finalidad de que
sus hijos entiendan, aun remotamente, la necesidad de explicar y aunar
sentimientos. La consecuencia era previsible.
En otro
momento introspectivo dirá el narrador:
«La gente no
entierra electrodomésticos viejos, pero hay gente en este mundo que ha pasado
más tiempo al lado de un televisor o una nevera que al lado de un ser humano».
(Pág. 108)
Eso es la soledad llevada a su máxima expresión, otra de las columnas que sostienen la novela. La lucha por recuperar el pasado
es inevitablemente solitaria. Ya hemos aludido a la falta de comunicación con
aquellos que probablemente en unos años se encuentren en la tesitura del padre,
a pesar de que en el presente no se tenga consciencia de lo venidero.
Junto a la incomunicación y a la
soledad, otro tema de interés para el autor es el extrañamiento que origina la
recuperación del pasado, pero no de la recuperación de las escenas vividas sino
de lo que permaneció oculto a los ojos del niño, y el adulto, pasados los años,
es capaz de vislumbrar.
«Puede un
hombre convertirse en silencio. Mi padre, que es silencio ahora, ya fue
silencio antes; como si supiera que iba a ser silencio, decidió ser silencio
antes de la llegada del silencio, dando así una lección al silencio, de la que
el silencio salió tocado de música». (Pág. 154)
El corolario en el tema de lo
irrecuperable se puede cerrar con otras palabras extraídas de la novela, que
dan el tono y concretan la finalidad que llevó al autor a la escritura de Ordesa:
«La esperanza
de volver a veros, papá, mamá.
Solo soy eso:
esperanza de volver a veros». (Pág. 209).
Insisto: no hay sensiblerías. El
desarraigo es un denominador común en la novela. En ocasiones el
desarraigo soslaya la ironía porque se hace mordaz. En la obra, un tema nos
lleva a otro y aporta auténticos tesoros con los que hemos emergido de nuestro
viaje desde las simas más profundas. En estos casos también está presente la abstracción: si el autor se sabe distante de la presencia de sus padres, la
reflexión le da a entender que la individualidad no es una entidad completa ni
estanca, sino que es una manifestación más de una totalidad que comparte él con antecesores y se prolonga en sus hijos. Esta concatenación generacional también puede
entenderse como la consolación tras el intento fallido de revivir la armonía
pasada. A pesar de todo, vemos que el autor insiste en la búsqueda del silogismo que lo
demuestre.
«A mi padre
también le pasaba. Le ocurrían caídas de la voluntad. Como a mí. Hubo un
momento en que ya no le compensaba salir a vender, tenía que pagar la gasolina,
pagar las fondas y las comidas, y vendía poco. No le valía la pena. Él vendía
poco textil y yo vendo pocos libros, somos el mismo hombre». (Pág.210)
A toda la carga trascendental
que viaja en la novela se le puede sumar algún trazo que brota del tema central,
en el que vale la pena detenerse y observar la multiplicidad de aspectos,
incluso socioliterarios, que nos ofrece el autor. La literatura en la
literatura aquí es un tema secundario, sin embargo la habilidad de Vilas lo conecta con el tronco común y evita que quede desgajado. Aquí, también, todo es tan preciso como son sus palabras en los momentos en los que se nos desnuda.
Leemos:
«Ancianas que
llevan el dinero justo en la mano, y se compran una lata de naranjada y una
bolsa de golosinas, y arrojan las monedas contra el mostrador, y la cajera
tiene que contar las sucias monedas, llenas del sudor de la anciana demenciada,
que va con un pañal y huele que apesta. Si esa vieja hablara en inglés,
estaríamos ante una escena de realismo americano, llena de acerada poesía, pero
en España, y hablando español, y encima hablándolo con acento de Zaragoza (…)
nos quedamos con el exotismo de las razas inferiores». (Pág. 223)
Para el autor, si la mentira no
puede salvarlo, como sucedía en la prolongación de la cadena generacional, tal
vez pueda consolarlo. La realidad queda patente con la insatisfacción: no es
posible la vuelta al pasado ni resucitar a los muertos, no es posible volver a
la niñez ni exigir que nuestros hijos compartan las mismas inquietudes que
nosotros; luego la terrible verdad solo puede ser superada con la mentira.
«Nunca
decimos toda la verdad, porque si la dijéramos romperíamos el universo, que
funciona a través de lo razonable, de lo soportable». (Pág. 280)
Manuel Vilas es un autor con infinitos recursos. La rememoración del pasado y la constatación de la soledad del presente podrían parecer demasiado arduos para llevar a cabo el ingente trabajo de escribir una novela o, dicho de otro modo, demasiado arduo para la lectura; sin embargo esa sensación queda eliminada desde las primeras líneas. Quiero dejar claro que se trata de una lectura placentera, por todo lo ya dicho. No podría ser de otro modo porque aquí todo es talento y es tino. A modo de otro ejemplo más: la recreación de personajes próximos emocionalmente, perdidos en las brumas de lo perecedero, a los que les pone nombres de músicos en función del carácter de aquellos; con lo cual añade otro valor al que de sí traían los personajes.
De igual modo, vale la pena detenerse en la presencia
del tema de la enseñanza, pues el autor se dedicó a impartir clases en
secundaria durante más de veinte años. Aquí muestra su desencanto, aunque algo difuso, cuestionando el
currículum y a compañeros sin que él se libre de salpicaduras y sin dejar de lado algunas contradicciones en su propia exposición. Algunos más son los temas secundarios que afloran página
a página, tan punzantes como el de la pederastia, y que no pretendo desmenuzar en este escrito, pero sí aconsejo
buscarlos en la novela.
El autor, quien se había sentido
rey en su niñez y se sabe destronado en el presente, añade un epílogo
estructurado en once enormes poemas que mantienen el tono que encontrábamos en
la prosa. La lectura del epílogo me ha parecido terapéutica en estos tiempos en los que algunos versificadores parecen vivir eternamente en un carnaval poético. Ese epílogo parece reforzar la idea que presentábamos arriba: que es
el libro de un poeta. Y lo digo valorándolo como un plus tanto para el libro como para el autor. Vale.
Casi copio y pego tu comentario de ayer Eugenio. Buena reseña, felicidades y ya hablaremos. Compartir lecturas es una nueva lectura.
ResponderEliminarNo se puede expresar mejor; he recreado la novela leída, doble placer. Enhorabuena Eugenio.
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