viernes, 14 de diciembre de 2018

PUEDES LEER UN CAPÍTULO DE MI NUEVA NOVELA: LAS ZONAS FRÍAS DEL SOL


Capítulo 24 

(...)

El sol, cada vez menos húmedo, hacía soportable la brisa fresca que descendía desde los picos más altos, y por eso ya comenzaba a haber bañistas. Frente a una tapia, Pedro estacionó su vehículo. Abrió una de las portezuelas traseras, sacó dos fardos rectangulares y los colocó sobre el coche. Ya antes de desatarlos sintió en sus manos la vibración frágil y nerviosa que revoloteaba en el interior. Al poco, cuando los pajarillos ya se empapaban de sol, dejaron escapar algunos trinos como eseoeses infructuosos.
Delante del vehículo asomaba por la tapia el ojo metálico del Pirata. Pedro atravesó la pared por un boquete y lo vio, polvoriento como el mismo solar, utilizando la tapia de parapeto.
─¡Pirata! ¿Se ve tierra o no se ve? –inquirió el recién llegado.
Por unos segundos el Pirata despegó su ojo vivaracho del catalejo para mirar a quien preguntaba, y una vez realizada la comprobación volvió a enroscarlo.
─La madre que los parió, cómo se están poniendo. Y son dos tíos.
─¡No jodas! –dijo Pedro─. Si son dos tíos, ¿tú qué haces mirando?
El pirata, sin contestar, seguía en su burladero aferrado a su misión.
─Vaya sitio te has buscado, Pirata. Tú sí que sabes.
─Los voy a denunciar a la Sociedad Española de Piedra en el Riñón. –renegó el Pirata.
─¿Y por qué a la Sociedad Española de Piedra en el Riñón? –quiso saber Pedro.
─¿Tú sabes la de camiones de arena que han echado ahí? Y en pelotas que van los tíos guarros, que no paran de hacerse marranás.
─Me das grima, Pirata.
Cuando el sol, ya desde el otro lado de la tapia permitió que esta proyectase su sombra sobre el coche, las jaulas dejaron de recibir el calor que tan gratamente habían aceptado los pajarillos. Fue cuando Pedro volvió a taparlos con los mismos pañuelos de cuadros y después los introdujo en el coche, con suma delicadeza.

(...)
Pedro caminó hasta el agua, se mojó la palma de una mano y la sacó aterida. Hasta él llegaba el griterío que habían traído unos estudiantes de secundaria. Los muchachos habían dejado sus ciclomotores apiñados en el arcén y venían con sus mochilas colgadas, fumando con una mano y con la otra jugando con el teléfono móvil. Entre ellos formaban algunas parejas sorprendidas por su exuberante adolescencia. A pesar de la algarabía, parecían comunicarse, e incluso eran capaces, superando el vocerío, de gastarse bromas y realizar juegos propios de la edad. Cuando decidieron, después de enfrentadas opiniones, qué lugar era el mejor, se instalaron lanzando las mochilas sobre la arena y extendiendo las toallas. Las chicas extrajeron sus agendas escolares, y una a otra le leyó las nuevas adquisiciones poéticas, musicalizadas con rima pobre y con temblor hormonal. Ellas habían bajado la voz, se podría decir que la habían adaptado a la intimidad lírica que el verso exigía; ellos seguían hablando a gritos, marcando en el aire territorios de sabiduría sobre motos y coches.
─Un 1600, 16 válvulas, te rula igual que un 1800 con menos válvulas.
En ocasiones, a algunas chicas se les disparaba el grito hemorrágico y la risa convulsiva próxima al paro respiratorio, con lo cual la armonía paisajística conocía excepciones que ni los urbanistas ni propietarios de las villas previeron en el proyecto.
─Si no me baño será porque a lo mejor después me da frío –dijo una activa copista de rimas.
─Yo, si la Mari se baña, me baño, si no, no me baño, porque para hacer el ridículo yo sola… 
Casi todos ellos fueron quitándose ropa hasta quedarse con el traje de baño.
─Qué culo más feo te hace ese bañador –dijo Ahmed observando a una compañera rubia.
─¡El culo se lo miras a tu madre, vale! –contestó ella.
─Kevin, ¿tú no te bañas? –preguntó Christian.
─Paso –respondió Kevin.
─Pues entonces tú te quedas aquí para cuidarnos la ropa, ¿vale?
─¿Y por qué no te vas a bañar? ¿Es que te da corte o qué? –preguntó la muchacha rubia.
─El Kevin no se baña porque está resfriado –argumentó la muchacha más alta de todas.
─Que no estoy resfriado –intervino Kevin─, lo que pasa es que si me baño, con el cambio de temperatura me va a dar la rinitis alérgica.
─¿Y eso qué es?
Pedro, caminando por la orilla, fue aproximándose al grupo de los recién llegados, aunque manteniendo la prudente distancia que sabía guardar. Como para ver sin ser visto, se detenía a contemplar las aguas irisadas, pero entonces su atención retenía las palabras de los estudiantes.
─Eso son mocos –volvió a intervenir la rubia.
─Pues lo que yo digo, que si son mocos es que está resfriado.
Dos chicas, algo más resueltas, se acercaron hasta la orilla, a poca distancia de Pedro. Una de ellas se inmovilizó a medio metro del agua, la otra dio el paso que le faltó a la compañera.
─¡Está helada!
─Yo no me voy a bañar –añadió inmóvil la otra muchacha.
Al poco fueron llegando otros compañeros: salpicaduras, empujones y apretones, sustos, risas y gritos. Al grupo se le desgajó una pareja, que prefirió perderse aunque solo fuera a escasos metros, pero parapetada tras la vegetación convertida para ellos en la suficiente muralla que necesitaban. Y es que la pareja, conocedora del refugio que representaba el cañaveral, después de repetir los juegos melosos bajo el sol en compañía de Kevin, el estudiante alérgico, decidió ocultarse entre las cañas.
─¡Kevin! –gritó una muchachas con el agua hasta la cintura─ ¡Guárdame el móvil en la mochila, que no se me llene de arena!
Y Kevin lo guardó.
─Tamara –dijo Ahmed─, dice esta que tu hermana es cantante y que conoce a Raquel Plus.
─Y a ti qué te importa si mi hermana es cantante o lo que sea –añadió Tamara.
─A ver –insistió Ahmed─, que yo no he dicho nada, que lo ha dicho esta. ¿Es o no es cantante?
Algunas embarcaciones atravesaban el lago en un ronroneo que se adormecía en el débil calor de la tarde. Cada vez eran menos los bañistas que quedaban, con lo cual, los muchachos iban ganando propiedades y derechos comunitarios. La pareja del cañaveral había extendido las toallas y se disponía a continuar los juegos bajo el sol, sin sospechar que Pedro había tomado nota de la estrategia de los dos prófugos.
─Fíjate cómo iría el nota –explicaba un estudiante gordito─, que cuando el semáforo se puso rojo y paró el de delante, él no pudo frenar a tiempo y le dio una leche.
─No tiene ni puta idea –añadió el interlocutor.
─Además –continuó el gordito─, fíjate, que el pavo, de la misma leche que se había dado, rebotó, y ¿sabes qué hizo?
─¿Qué hizo?
─Metió primera, aceleró y volvió a chocarse otra vez contra el de delante.
Y no es que Pedro hubiese decidido llegar donde la pareja, fueron sus piernas las que se adelantaron al pensamiento y lo condujeron hasta las cañas. Emboscado, descubrió que en una breve explanada recogida por la vegetación, él y ella se entretenían ajenos con sus juegos. Pedro quiso, ahora sí, acortar la distancia. Dio con esfuerzo algunos pasos entre la espesura verde, movió para ello las cañas, y de sus plumeros, cayó una lluvia de pelusas sobre los cuerpos semidesnudos de los estudiantes.
─Lo que a mí me pasó es más fuerte –siguió Ahmed─, porque allí nos podíamos haber matado todos.
Todavía con las sonrisas en los labios, los muchachos atendían a las palabras de Ahmed.
─Íbamos yo y el Dani por la 152, que entre Montcada y La Llagosta es una carretera con dos carriles nada más, estábamos adelantando, y te cagas nen: ¡un coche nos adelantó a los dos por el medio!; o sea, que pasó entre el coche que adelantábamos y el nuestro.
Hasta el cañizar llegaban las voces de los jóvenes bañistas. La brisa se frotó en las hojas afiladas, con lo que alborotaba los penachos de las cañas y acercaba el rumor de los motores que los autos esparcían desde las recién alquitranadas laderas hasta el camino de ronda.
─Después que os diga el Kevin si es verdad o mentira lo que os voy a contar –dijo queriendo atraer la atención uno de los bañistas, emparejado con la muchacha rubia.
─Será mentira.
─Eso fue al principio de temporada –continuó el acompañante de la muchacha rubia─, cuando fuimos a jugar al campo del Viladecans. Ya regresábamos, y dice el Loco: «Nos vamos a Badalona a tomar algo». Cogimos la autopista, íbamos por el carril del medio a ciento veinte o una cosa así, y te cagas, nen. ¿Cómo diríais que nos adelantó un coche?
─A ciento ochenta –dijo Ahmed.
─¡Qué va! –añadió el novio de la rubia.
─¡A doscientos! –arguyó el gordito.
─¡Qué va, qué va! Nos adelantó marcha atrás.
─¡Pero qué dices! –exclamó el regordete.
─¡Kevin! ¡Diles cómo nos adelantó el coche aquel cuando íbamos por la autopista para Badalona! –inquirió con todos sus pulmones el novio de la rubia.
─Marcha atrás.
─Se conoce que el coche nos quería adelantar normal, hacia delante y por la izquierda, pero se descontroló al dar con su lateral contra la valla de protección, entonces se dio la vuelta, nos adelantó marcha atrás, nos rodeó por delante y después se quedó bien puesto en el carril de la derecha.
A Pedro, una idea como un percutor le disparó una corriente eléctrica que le recorrió desde la masa mórbida de su cerebro hasta las extremidades y desembocó en un calor amarillo en los ojos. A partir de ese momento la luz también fue amarilla, y por ello, el lago y los amantes. Ante Pedro, los cuerpos amarillos se apretaban en su fricción amarilla. Estaba tan cerca de ellos que podía tocarlos. Pensó que su mano podía recorrer el cuerpo de la muchacha de la misma manera que la mano del novio lo recorría, sin que ella notase diferencia alguna. El cuerpo amarillo de la estudiante se estiraba sobre el de su novio, quedando así, la espalda desnuda de ella justamente delante de Pedro. Decidido, este aventuró su mano derecha hacia la pierna de ella. La tocó, y como era de esperar, la joven no manifestó extrañeza alguna. Envalentonado por la hazaña, Pedro dirigió su mano hacia el culo de ella, posó su palma sudorosa para sentir el vaivén de la muchacha. Después palpó, apretó y volvió a palpar, para acabar manoseando y amasando lo que le permitió la breve longitud de su brazo. Persuadido de que su acción quedaba protegida por la espesura, buscó la mano del novio para repetir los tocamientos de este, como quien pisa las huellas impresas en la arena o en la nieve para no dejar más rastros. Siguiendo el recorrido de esa mano experta sobre el cuerpo ya conocido, Pedro fue el ciego guiado por el lazarillo, fue Dante detrás de Ovidio, en busca del paraíso carnal.
Llegó un momento en el que fue imposible repasar el trazado de la mano del novio porque los cortos brazos de Pedro no daban más de sí. Este se estiraba todo lo que podía, se estiraba hasta que la tensión muscular del hombro y del cuello le provocaba una punzada. Y es que la pareja, en un inesperado revolcón se había distanciado. Después, los novios, en otro movimiento se habían vuelto a acercar al espía, sin embargo, el palpo cansado de este ya no distinguía a quién pertenecían blanduras ni durezas. Descansó un instante, cogió aire y se incorporó de nuevo, pero esta vez en la posición adecuada para abarcarlo todo. Cuál sería su sorpresa que cuando se dispuso otra vez a atacar, los amantes, en sus movimientos amatorios le iban a facilitar la tarea, pues se habían acercado tanto, que el cansado Pedro vio que la abundancia era tal que podía abastecerse a dos manos. Y así, con sus breves brazos apenas estirados, nadó en la abundancia ajena. Dudó entre masturbarse o seguir acumulando imágenes y recuerdos táctiles para después, y decidió lo segundo. Aquellos eran amantes rotatorios y no había forma de que se mantuvieran en el mismo sitio. El siguiente movimiento los llevó hasta la otra orilla del cañedo, así que Pedro, una vez más, tuvo que decidir la forma de actuar: o bien dar todo el rodeo por el perímetro del cañaveral, o bien seguir el atajo, es decir, cruzar la pequeña explanada que servía de lecho a los dos estudiantes y después agazaparse de nuevo en la vegetación. Otra vez se decantó hacia la segunda opción, porque dar el rodeo, además de dificultoso, significaba pasar entre la polvorosa espesura, con el consiguiente ruido, además de tardar más de lo deseado, y solo faltaba que, en el supuesto de que abriéndose paso por entre las cañas, llegase hasta el lugar escogido y ellos hubiesen decidido rodar de nuevo hasta Dios sabe qué otro recodo.
Cuando Pedro creyó que era el momento, furtivo, dio esponjosos pasos por el lecho de los jóvenes apasionados. Sigiloso, pensó que llegaría hasta la otra orilla sin levantar sospechas. Y así fue, con tanto dominio de la cautela había atravesado, que le pareció que podía arriesgar un poco más; con lo cual, aprovechando que la muchacha de nuevo estaba sobre su novio, y viendo que esta, buscando una posición adecuada para aquellos juegos, había alzado sus ancas y se mostraban a aquel que por allí pasaba, se detuvo a contemplar qué era aquello que se le ofrecía. Si primero fue una mano, después, se valió de las dos para ceñir la inesperada ofrenda. Y es que a Pedro no le faltaron ganas de bajarse los pantalones, y si pudo reprimir ese acto, de ninguna manera pudo reprimir acotar el territorio femenino que allí sobresalía. Abrazado, se mantuvo durante algún momento, hasta que la muchacha, confundida, ya que su novio estaba debajo, quiso saber de quién eran aquellos brazos y aquellas manos que además de manosear, desde detrás también la rodeaban.
Al unísono, los tres semblantes expresaron perplejidad. Si allí hubiese habido algún testigo, este no hubiera sabido si los tres rostros redondeaban los ojos, arrugaban la frente y abrían la boca por haber sido sorprendidos o por haber sorprendido al prójimo. Ella, Susana, dio un breve pero afilado grito que punzó los tímpanos de Toni, su novio, y de Pedro, el prójimo. Por desconcierto y por huir hacia delante, el primero en hablar fue Pedro.
─¿Qué estáis haciendo aquí!
El siguiente debía ser el novio, pero igual que Susana, él también estaba más pendiente de esconder sus vergüenzas que de gallear ante el intruso, porque, claro, con la intromisión de Pedro, Toni se preguntaba ¿quién era aquel que parecía el dueño del cañaveral?; así que volvió a tomar la palabra el prójimo.
─Ahora no me digáis que no os habéis enterado.
─¿Qué pasa? ¿Y tú quién eres? –dijo al fin el novio.
─Yo soy algo así como el flautista de Hamelin –respondió Pedro dando con seguridad su pirueta.
─Pues a mí me ha tocado el culo –añadió Susana.
─No sabéis –se adelantó Pedro a sí mismo─ el peligro que corréis aquí entre las cañas.
─Qué peligro, ni que… –intervino el novio.
─A ver, escuchadme –añadió el flautista de Hamelin─. Soy inspector del Departamento de Sanidad del Ayuntamiento de Barcelona. En toda esta zona de los cañaverales hemos esparcido veneno para eliminar a un ejército de ratas. Con todo el que se ha puesto, lo peor que puede hacer nadie es meterse entre las cañas porque se juega la vida. A propósito, ¿no habéis visto ninguna rata?
─¿Ratas? –preguntó Susana agarrada al brazo de su novio.
─Pues está plagado del tipo conejo –respondió el falso inspector de Sanidad─. Lo mejor que podemos hacer es marcharnos inmediatamente de aquí.
Los novios se levantaron con urgencia y se sacudieron el polvo que se les había pegado a la piel.
─No os tenéis que meter nunca más en el cañaveral; bueno, por lo menos en unos días.
Los dos estudiantes, creyendo que debían estar avergonzados porque, en definitiva, habían sido descubiertos en sus juegos, se separaron. Ella se dirigió hacia la orilla del lago, y él, hacia las toallas, donde Kevin esperaba a que todos regresaran de una vez.
La tarde iba imponiéndose. Pocos quedaban en la arena, acaso cinco o seis bañistas, pero bien alejados del agua. En cambio, en el camino de ronda que bordeaba la falsa playa, habían ido aparcando coches, cuyos conductores observaban y esperaban a que algunos muchachos que por allí solían acudir, se les acercasen. Hablaban durante algún momento, quizá fumaban algún cigarrillo y, en ocasiones, los muchachos entraban en los coches. Pedro caminaba no con poco temblor en sus piernas. Sus pasos eran increíblemente largos para la longitud de sus cortas extremidades, pero no importaba el desajuste, más valía llegar pronto al coche que ser presa de un cambio de actitud por parte de los estudiantes. Pedro, aun sabiendo que les había dado el pego, que les había engañado haciéndose pasar por inspector de Sanidad, había apostado fuerte y por ello se veía empujado por la urgencia de entrar en su coche para sentirse protegido. Llegando a su vehículo, al Pirata lo delató la prolongación de su ojo metálico. Seguía detrás de la tapia y parecía que el catalejo apuntaba a Pedro.
─Oye, ¿qué has visto en el cañar? –preguntó el Pirata.
Pedro no quiso contestar, como si aquellas palabras fuesen dirigidas a otra persona. La curiosidad del hombre del catalejo le llevó a preguntar otra vez.
─Oye, pero dime qué hay por allí. Son maricones o son hombre y mujer.
─Estás enfermo, Pirata.
─Venga chico, no disimules que con mi ojo –tocó el catalejo─ te he visto por las cañas. ¿Y qué les ha pasado a aquellos dos que han salido a toda prisa?
─Pues ratas. ¿O es que no sabes que todo esto está infestado de ratas? –dijo el inspector.
─¿Ratas? –preguntó el Pirata─. Mira ahora con lo que me viene este.
Pedro abrió la portezuela del vehículo y cuando iba a entrar, sonriendo, llamó al del catalejo:
─¡Pirata! –y cuando este lo miró, le dijo─: ¡Vete a tomar por culo!
El pirata se quedó renegando desde su atalaya, bien asido al catalejo y mirando al coche que poco a poco se alejaba por el camino de ronda.

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