martes, 5 de septiembre de 2023

El hombre disfrazado

 


Título: El hombre disfrazado
Autor: Lara Vázquez
Editorial: Salto de página (Malpaso Ediciones)
ISBN: 9788419154293

             No recuerdo haber leído una novela donde los defectos acaben convirtiéndose en virtudes. Esta afirmación sería el corolario con que cerraría todas las reflexiones que la novela El hombre disfrazado, de Lara Vázquez, me han punzado a lo largo de la lectura. Digo defectos porque los acontecimientos se amontonan sin respetar el tiempo que precisaría el desarrollo de los propios sucesos, digo defectos porque el ir y venir del protagonista no conducen a ningún lugar, digo defectos porque la acumulación de expresiones que entran y salen de la pedantería se pueden convertir en punzadas a la paciencia del lector. Sin embargo, hay un momento en el que se impone el orden natural. En ese momento, el cúmulo de fallas se reordena y cada uno de los elementos, que el lector podía haber denostado, ocupará un lugar preciso en la novela. En esos momentos, todo lo que el narrador había cifrado con la intención de jugar con quien se atreviese a leer el texto será recibido gustosamente y adquirirá el orden preciso. Dicho de otro modo, El hombre disfrazado es a la literatura lo que Amanece que no es poco es al cine.

Lara Vázquez, formado en el lento suceder de los años de estudio, aquellos años en los que entrar en la Facultad de Filología se podía considerar entrar en la antesala del cielo, cuando comprar y leer libros era una inversión imprescindible para existir, a través del narrador de la novela, rinde tributo a diferentes épocas, algunas más doradas que otras. La obra rezuma toda una trayectoria vital extrapolable a los de su misma generación: si, por un lado, los años de juventud nos situaron en una perspectiva edulcorada; por otro, la decadencia en la disciplina de las letras, que llega hasta la actualidad, traza un recorrido que desemboca en la añoranza de lo irrecuperable. Por ilustrar ese pensamiento, diré que cuando hablo de perspectiva edulcorada, me refiero a esa época de la vieja Facultad de Filología, en Barcelona, donde los patios, como claustros de la sabiduría, la biblioteca y sobre todo la cantina, formaron al autor de El hombre disfrazado y, por ende, a muchos de sus lectores. Tal vez tanta recurrencia a la cantina ya era una premonición de lo que nos esperaba.

¿Quién es Witold, el protagonista? Es un personaje que se encuentra en ese marco amplio del antihéroe; no obstante, con sus particularidades, que lo destacan frente a otros antihéroes más convencionales. Incluso para Sab, la mujer idealizada por Witold, él es un «ser descatalogado» (pág. 129). En definitiva, siguiendo con las palabras de Sabina, personaje fundamental de la novela, tanto para hablar de sí misma como para hablar de él, dirá: «perdedores» (pág. 129).

Es importante recordar que El hombre disfrazado no es una novela de argumento, por lo menos en su mayor parte. Toda la historia es un fluir, no sé si autodestructivo para el protagonista. Es una forma de novelar muy válida, no siempre es preciso el acontecimiento que provoque un terremoto en los personajes. Aquí se incide en el mundo subterráneo del protagonista, no en los sucesos. Diría que, en ocasiones, destaca más lo que no sucede que lo que sucede.

Pero si hay que destacar algo de la novela sobre otros aspectos, será el estilo de Lara Vázquez, pues como no da punzadas sin hilo, estemos atentos para no perdernos tantas alusiones, fundamentalmente, al mundo de la cultura y, sobre todo, al de la literatura. Entre los recursos más destacados, podríamos citar el de la oposición de elementos, bien la antítesis, la paradoja o el oxímoron, maceradas algunas veces con juegos de palabras:


«En definitiva, Sabina optó por desaprender. Algo muy sabio» (pág. 14).

«Hablamos del silencio» (pág. 18).

 

En mitad de tanto desencanto, de tanta pérdida que ocasionó el paso del tiempo y la mala suerte en el protagonista, aparecen expresiones tan bien cinceladas como alentadoras para Witold, que nunca deberían borrarse, algunas tan bellas como:

«Sabina era entonces ya como el agua en el cuenco de las manos» (pág. 21).

Así, desde el desengaño del protagonista, son las sentencias verdaderos adagios donde agarrarnos en la deriva:

«Como la memoria es un tribunal amoral, la nemotecnia es su fiscal y abogado defensor» (pág. 57).

«El buen lector construye entre líneas y edifica la obra junto al autor» (pág. 138).

 

Que nadie piense que este libro es una acumulación de lamentos, por el contrario, es el humor diseminado lo que salva la existencia de Witold y transciende hasta el lector. Aquí la agudeza es resbaladiza, cuya genética tiene sus orígenes en el bagaje cultural de Lara Vázquez, fusionado con la experiencia cotidiana.

Decía arriba que el autor entra y sale de la pedantería (nada más alejado de la intención del autor de la novela). Me refería básicamente al uso y acumulación de palabros, inteligente recurso del narrador; verbigracia: apoptosis, parresia, ipsación, teleofobia, petricor, coprolalia, alextimia, limerancia…

O bien:

«—¿Me das un beso? —le rogué.

—No beso.

—¿Tienes filemofobia?

—No me vaciles» (pág. 43).

 

Tal acumulación de vocablos puede llevar a una valoración apresurada que se alejaría de la verdadera intención autorial. Desde mi punto de vista, el empleo de los palabros responde a una doble intención. En primer lugar, zarandear al lector, incluso obligarlo a buscar en el diccionario los significados de esas palabras y con ello, recordarle que no es tan listo como tal vez había pensado; sería una parte más o menos lúdica; en segundo lugar, Witold, el protagonista, nos muestra un mundo en decadencia, en el que bucear en las palabras o en lo inesperado de sus combinaciones, no tiene ningún reconocimiento social y lo alejan más del presente. No olvidemos que Witold pertenece a otra época, quizá una época que jamás existió y, por consiguiente, será el suyo un mundo difícilmente compartible, a todas luces condenado a agotarse con el protagonista. Los pensamientos del Sherif pueden ilustrar lo dicho:


«Pensé que la palabra “indisposición” era tan ambigua como la confusión que un día se dio en una famosa mantequería entre Paco Calatrava y Mick Jagger. Resultó que todo el mundo creía que era el primero el que había pedido un vino de mil euros, cuando en realidad era el segundo. Cuando dijeron que era Jagger todos se hicieron fotos con el inglés y vacilaron; todos menos yo y mi amigo Víctor que nos frustramos porque admirábamos a Paco Calatrava» (pág. 124).

 

Ya hemos hablado de la formación de Lara Vázquez, por lo tanto, si la cultura del personaje principal enlaza con la del autor, cabe decir también que podemos rastrear el paso de algunas de las lecturas de este, en las palabras de aquel, con ejemplos unas veces solapados y otras transparentes. Alusiones a la literatura de forma más o menos directa, diré que en mi lectura dejé de contarlas cuando llegué a veintiséis: Pirandello, Gil de Biedma, Antonio Machado, Díaz Plaja, Marat, Jorge Luis Borges..., y aunque no se aluda, se respira cierto aire de la obra de Gómez de la Serna o de Pérez Andújar. Sin embargo, las presencias solapadas son las que me han parecido más interesantes. Podemos rastrear en la última parte de la novela la estampa de Luces de bohemia. Recordemos que Max Estrella (nombre con marcada presencia en El hombre disfrazado), en su recorrido nocturno por las calles de Madrid, traza el camino a su propia fatalidad. ¿Qué podemos decir de Witold en su recorrido final por los bares de la ciudad nocturna (en esa maravillosa Barcelona suburbial), recorrido que lo lleva a la eventualidad más desgraciada?


Miembros del colectivo de escritores Club Marina. De izquierda a derecha en segundo término: Herminia Meoro, Mercedes Gascón, Mariela Puértolas, Javier López, Jorge Gamero, Lara Vázquez, Eugenio Asensio. En primer término, de izquierda a derecha: Àngels Campos y Amanda Gamero.

               

Pero, sin lugar a dudas, los aspectos cervantinos que se muestran en la obra de Lara Vázquez son para este lector los de mayor peso. Son los que definen al protagonista. Tal vez sea mucho decir que Witold es un quijote, quizá fuera más adecuado decir que Witold es la proyección de un quijote que, antes de morir, transita por su ciudad cuando sus peripecias vitales ya están de vuelta. Ese paralelismo en la configuración del personaje, quizá debido a un sustrato de lecturas, aunque no lo hubiera tenido presente el autor, es realmente destacado, sin descartar el carácter universal de la obra cervantina, que bien pudiera hoy convertirse en caso de intertextualidad. Intentemos desgranar los aspectos más destacados de lo que nos concierne. ¿Puede ser Witold, en parte, una versión lógica y actual del nuevo Don Quijote? Para ello nos podemos detener en algunos aspectos que parecen compartir ambos. Tanto don Alonso Quijano como Witold ya no pertenecen a su época, pues son personaje que se quedaron anclados en su particular cosmos. Si don Quijote vive en la ficción que conoció a través de las novelas de caballerías, Witold está atrapado en un universo que no mantiene conexión con el presente: los dos han sido superados por la realidad. En cuanto al amor, ambos personajes están enamorados de una mujer que pertenece más a la imaginación que a la realidad, pues a las dos, a Dulcinea (Aldonza Lorenzo) y a Sab (Sabrina, Sabina, Sab, tanto la limpiadora como para la secretaria), Witold las ha elevado a la categoría del mito. Elocuentes son las palabras de una de las Sab escritas en el libro de Gombrowicz:


«Te lo regalo. Espero que te guste, a pesar de que tú y yo nunca hemos existido. Te quiere, Sab» (pág. 123).

 

Pero también, intentando desmontar la idealización de Witold para su particular Dulcinea, leemos las palabras de la limpiadora:


«(…) no soy atractiva, soy pobre (…)» (pág. 128)».

 

Sobre los nombres, en el caso del apartado femenino, al ser cambiado Sabrina por Sabina y por Sab, nos puede recordar a Aldonza Lorenzo/Dulcinea. En el plano masculino, Witold/Víctor tiene su correspondencia en Alonso Quijano con Don Quijote de la Mancha. En todos los casos pasa la relevancia a los nombres ficticios frente a los verdaderos.

En cuanto al principal personaje secundario que gana en presencia, es decir, el Sherif/Sancho, se mueve entre el fiel escudero de Witold y el pérfido Don Latino de Hispalis, dos formas escuderiles que pululan en El hombre disfrazado. Si bien el Sherif es el depositario del manuscrito y por tal el encargado de que se convierta en novela, por otra parte, también puede mostrar cierta inclinación a otros intereses, aunque predomine la vertiente fiel:


«Inmediatamente, me agencié la novela y di la orden para que retiraran el féretro y trasladaran el cadáver a la fosa común. A fin de cuentas, el finado siempre se definió como un comunista y nunca creyó en la propiedad privada. Entonces, junto a los parias, se iba a sentir en la gloria» (pág. 123).

 

Sabemos que Víctor acaba en la fosa común aun cuando el Sherif/Don Latino había anunciado, líneas arriba, haber pactado «con el bancario del barrio poder hacer un entierro digno» (pág. 121).

Para acabar esta aproximación al paralelismo entre los dos protagonistas de las diferentes novelas y también cerrar esta reseña, retomemos el ya mencionado uso de palabros, para encontrar algún punto común entre ambos protagonistas. Bien sabido es que Don Quijote vivía en su ficción y que tal circunstancia también la apreciábamos en el habla del caballero andante. Su expresión era tan arcaica como su ensoñación por recuperar la andante caballería. Todo, en definitiva, acorde con la insatisfacción que ofrece la realidad, la misma que lo envía a buscar un mundo alternativo; asimismo, Víctor utiliza su particular terminología. Subrayando lo que apuntamos arriba, incidimos en que el uso de ese particular léxico es parte de la construcción ficticia que Víctor necesita para crear su mundo alternativo.

En suma, original novela muy recomendable, creativa y alejada de los modelos a los que muchas editoriales pretenden acostumbrarnos. Vale.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 18 de febrero de 2023

Noticias del otro lado

 




Editorial: REINO DE CORDELIA

ISBN: 9788419124180

Edición: 2022

  Prólogo: Luis Alberto de Cuenca





NOTICIAS DEL OTRO LADO    de Lorenzo R. Garrido

 

    Confieso: me he reconciliado con la poesía. Vuelvo a creer que, leyéndola, puedo ser mejor individuo, puedo agudizar los poros de esta piel de sensibilidad requemada. A pesar de que he dedicado más de la mitad de mi vida a hablar de literatura, sé que debo seguir hablando de ella para seguir mejorando. La culpa de mis inconveniencias es mía y de nadie más. Con todo, estoy convencido de que, con Noticias del otro lado, muchos, tan agnósticos como yo, pueden reencontrar la fe en los versos.

    Este es el primer poemario de Lorenzo R. Garrido, alguien curtido en el periodismo cultural para quien, necesariamente, la literatura nunca le ha sido ajena. Me atrevo a decir que el libro es un auténtico cancionero (paradójicamente moderno) en el sentido clásico, en el sentido que instaura Petrarca y continúa Garcilaso de la Vega; es decir, partiendo en todos los casos de una separación amorosa, percibimos la cronología cotidiana, el recorrido por el irresoluble mundo que deja el desencuentro amoroso. Inmerso el poeta en el desamor, Lorenzo bucea y se acongoja en los pequeños momentos pasados en compañía de la amada y que, sin embargo, ahora, ya pertenecen a un paraíso inalcanzable.

    Uno lee a Lorenzo y llega a creer en las cualidades portentosas de sus palabras. Uno llega a creer (y quiere que se cumpla el deseo del poeta) que sus versos quedarán vibrando hasta lograr que se realice el prodigo, el regreso del ser querido. Dice Luis Alberto de Cuenca en el prólogo:


«Y son un fruto tan bien diseñado, y tan auténtico, y tan emocionante, que si este modesto prologuista se convirtiera por arte de magia en el tú responsable del malestar que originó la escritura de unos poemas tan desoladamente hermosos, lo tendría muy claro: volvería, aunque fuese por un rato, al dulce yugo del amor perdido».



 
    El libro, siguiendo ciertas pautas acrisoladas, empieza con el poema “Obertura” cuyo primer verso dice: «Mi amor:». A partir de esas dos palabras iniciales, sabemos que todo lo que leamos es unívoco, que se dirige a ese amor sin nombre (porque no lo necesita), que se agota y se completa en la misma palabra «amor». Sabemos que se dirige a su omnipresencia, tal como una epístola poética. Lorenzo avanza analizando recuerdos y dolor a partes iguales; no obstante, desde la misma “Obertura” sabremos, como decíamos, que el trayecto no será bidireccional, que su recorrido chocará con el muro de la evidencia. Leemos en el primer poema:

 

«Que tu día es
un poema abierto,
y mi noche
estos versos
que no lees».


    Asumimos que, ni siquiera con el conjuro de la poesía, la amada será receptiva al tormento que provoca su ausencia en el poeta.

    En su recorrido, Lorenzo R. Garrido se agarra a lo cotidiano, a todo aquello que fue común en la vivencia compartida, que pueden ser pequeñas costumbres o insignificantes objetos; sin embargo, en todo ello se ha escrito la diminuta y enorme historia de los dos, tanto del afligido autor como de la lejana amada.

 

                                                            «El cepillo de dientes,
                                                              la toalla de los 101 dálmatas,
                                                              el frasco de Light Blue».
                                                              «(…) las perchas de los vestidos
                                                              aún guardan el último además de tus manos».

 

    Arriba aludíamos al cancionero. Retomando la idea, el poemario traza su recorrido, añadimos que tanto interior como temporal. La primera alusión que encontramos al tiempo está en el tercer poema, “De qué hablo cuando hablo de amor”, y se refiere a la Navidad, a los villancicos en soledad y continúa el inciso temporal, de esas fechas traumáticas, en el siguiente poema, “Postal para un año nuevo”.

    Valga como muestra la última estrofa, de aire conceptista en los versos finales. “De qué hablo cuando hablo de amor”:


                                                            «Tú has cortado los hilos
                                                            que me atan a los sueños,
                                                            has secuestrado los villancicos
                                                            que silbo en la ducha
                                                            y me has dejado olvidado
                                                            como el árbol que no he puesto,
                                                            hablando de que siempre
                                                            hablo de ti».

 

    A partir de aquí las alusiones temporales se estiran, como leemos en “Conjeturas”: «cinco años después», o «que dura ya diez años», este perteneciente a “Feria del Libro”. La línea cronológica llega hasta el presente, el presente de la voz poética, es decir, hasta el final del libro. Ese final se materializa en dos versos a modo de corolario en el que se mantiene la esperanza al tiempo que la aceptación de que ese «Mi amor:», con el que se abría el poemario, no regresará. Así, siguiendo una estructura circular que empezaba en el mismo título, termina (si fuese posible que los poemarios terminasen) en el último verso. Exacta imagen de lo irreconciliable. Dicen los dos versos finales:

 

                                                            «Tus zapatillas tal vez esperen
                                                            noticias del otro lado».

 

    En cuanto a las reminiscencias que el libro me ha despertado, entre otras, podría citar algunas imágenes de nuestra Generación del 27, la Generación de Plata. Claro, dirá alguien, ¿en qué versos posteriores no están presentes los poetas del 27? Recordemos aquel final del poema de Jorge Guillén, “Las doce en el reloj”:

 

                                                            «Dije: Todo, completo.
                                                            ¡Las doce en el reloj!».

 

    Lorenzo, como Guillén, también recrea la imagen de la totalidad que representa la unión de las manecillas del reloj. Para ambos es una meta: el objetivo último de sus aspiraciones. Si para Guillén es una plenitud no exenta de peso existencial, para R. Garrido representa el reencuentro de ese «Mi amor» y del poeta.

    Dice Lorenzo R. Garrido en "Reloj":


                                                            «Así como las agujas
                                                            se persiguen en la esfera del día
                                                            con el ansia de abrazarse,
                                                            de fundirse en una sola,
                                                             yo te sueño torpe,
                                                                                     incansable,
                                                            esperando que den las doce».             

 

    Otro poeta de la citada generación que se me ha despertado en los versos de Lorenzo R. Garrido es Pedro Salinas. Tal vez su presencia pueda rastrearse en la fuerza de los pronombres, sobre todo en el pronombre /tú/ cuando aquel cita a la sin nombre y amada dama. Recordemos que la fuerza de los pronombres, por lo que guardan en secreto, se comprime en una sola sílaba de dimensiones extraordinarias:


                                                            «(…) y por debajo
                                                            de mi pulso:
                                                            tú,
                                                            siempre tú, orgullosa e invencible (…)».

 

    Junto a los versos de “Una hebra de esperanza”, podríamos juntar los de “La noche”, entre otros poemas en los que rastrear más ejemplos de la relevancia de los pronombres.

    Algún paralelismo con Salinas creo que también transpira el poema “Esta luz” o, por lo menos creo que llega cierto espíritu del autor del 27 en las palabras del poema de R. Garrido. Los versos de Lorenzo me conducen al poemario La voz a ti debida, en concreto al poema “No quiero que te vayas dolor”. A ambos autores les queda un rescoldo apagándose que avivan aferrados a la esperanza. En ambos la dicotomía amor/dolor se unifica compartiendo lo último que les queda de la amada, aunque eso sea el dolor.

    Otros muchos aspectos y símbolos poéticos encontraremos en Noticias del otro lado, que el lector sabrá disfrutar, y, además, siempre con la exactitud de la palabra, donde lo superfluo no existe. Yo me quedo con el poema "Tu sombra", rico en simbología e imágenes. 


                                                              «Entre mi cuerpo y yo
                                                               se interpone tu sombra».


    En conjunto, el poeta se convierte en un ser de transparencia corpórea: sentimientos fragmentados y recompuestos en cada expresión, la fuerza del verso frente a las ofensas de la realidad. Si la literatura, sabemos, ha de ser transparente, el género poético, más. Si no fuese así, sería una concatenación de palabras, ruido, en definitiva. Lorenzo R. Garrido ha logrado, a través del tema más universal, el del amor, prolongar una tradición, es decir, reforzar uno de los eslabones de la fina cadena que sostiene al mundo.

















sábado, 24 de octubre de 2020

Reedición de la novela Tiza






Después de la magnífica experiencia de las dos ediciones de mi novela Tiza en la editorial Playa de Ákaba, ahora vuelve a salir la novela en la colección Adstrato Libros, que se podrá adquirir tanto en papel como en libro electrónico en Amazon, este es el enlace:


https://www.amazon.es/Libros-EUGENIO-ASENSIO/s?rh=n%3A599364031%2Cp_27%3AEUGENIO+ASENSIO




Si todavía no habéis leído Tiza, os animo a que leáis el primer capítulo. Al final encontraréis el booktrailer y algunas reseñas.






                                                            Tiza



Eugenio Asensio











Adstrato Libros








E mentre ridiscendevano verso la strada, sarebbe stato difficile dire quale dei due fosse don Chisciotte e quale Sancio.

Il Gattopardo, Giuseppe Tomasi di Lampedusa

 

 

 —I—



L
a primera imagen que se me dibuja al recordar a Héctor la sitúo en una estancia estrecha, enmarcada en una limpieza oficial, donde venían a morir melodías desafinadas, llamadas amplificadas y rematadas con el pitido tembloroso de un timbre lejano.
Todos los sonidos, que previamente rebotaban por el corredor, penetraban con el esfuerzo de una reverberación moribunda. También recuerdo que ese lugar se difuminaba en la irrealidad de un tragaluz que proyectaba la caída oblicua del polvo, como una fuente malsana que irrigase luz sucia. Ahí, guardado en el álbum fotográfico de la memoria, habitará para siempre Héctor.
El corredor quedó detrás, como las tres puertas metálicas de apertura eléctrica. El funcionario abrió la cuarta puerta y Héctor apareció de pie, inquieto hasta el punto de inventarse movimientos inútiles, incluso esbozos de movimientos inconclusos. Y ahí empezó a congelarse su imagen para mí, esa imagen que hoy mismo, sin previo aviso, se ha alzado de la memoria.
Me dio la mano y me abrazó sin importarle que yo no correspondiese con entusiasmo a aquel recibimiento suyo. En ese punto el funcionario nos recordó los minutos de que disponíamos y, sin despedirse, abandonó la estancia.
Ahora, cuando el tiempo ya ha atravesado las líneas invisibles de los días, pienso que debiera haber sabido interpretar el abrazo de Héctor. Falsearía lo que pienso si dijera que su abrazo era una mentira ataviada de verdad, como también me equivocaría si apuntase que su gesto rezumaba sinceridad diáfana. Del calor de su abrazo surgía una multitud de tentáculos con determinaciones confusas y, a pesar de todo, convincentes.
Durante el trayecto desde mi casa hasta la cárcel, calculé el tiempo que había transcurrido sin ver a Héctor. Pensé que esa cuestión jamás me la hubiera planteado, es más, que ni siquiera hubiera vuelto a pensar en él, de no ser por los acontecimientos y la ocurrencia del muchacho al creer que, en esas circunstancias, yo podría hacer algo por él. En las conversaciones con otros profesores, cada vez era más extraño que saliese su nombre como ejemplo del alumno poco modélico, cuya ausencia había aportado cierta ilusión de paz, aunque, en realidad, nunca conseguida porque siempre hay nuevos Héctores, o bien otros que aspiran a serlo tanto como el original. De cualquier modo, eran pocas las paletadas que quedaban por tirar sobre su recuerdo para que nunca más se hubiese vuelto a hablar de él. El recuento dio como resultado dos años y cuatro meses.

Por supuesto, ya desde la presencia inesperada de su madre en mi departamento del instituto, me pregunté a qué habría venido si su hijo ya no era alumno nuestro. Al no matricularse y no tener que verlo nunca más, para mí, equivalía a que su imagen hubiese muerto, que ya no hubiese habido ningún motivo para desenterrarla, pues ya no tenía nada que ver conmigo. El haber empezado a olvidarlo sabía que significaba aceptar esa ramificación de la muerte, más aún, esa forma de asesinato que la sociedad no nos reprueba para con aquellos que no queremos volver a ver. Después, cuando la madre se marchó, seguí interrogándome para responderme con preguntas que convergían en una: ¿por qué yo había de ir a visitar a su hijo a la cárcel?
—Usted lo conoce. —La madre siempre me trató con el usted que marcan las distancias abismales—. Usted fue su tutor durante algunos años y yo sé que usted puede darle ánimos, hablarle y escucharle.
La madre del muchacho me informó muy escuetamente de la situación de su hijo. Me insistió en que ya no era aquel que conocimos como centro de reuniones disciplinarias. Se esforzó inútilmente en ello, porque yo era incapaz de recordarlo de otro modo. Me dijo la madre que tenía novia y un buen trabajo en expectativas. Con sus palabras, ella, a mi pesar, volvía a disculpar una vez más a su hijo, al tiempo que las dejaba sobre la mesa para que yo las analizara y luego ratificara que valió la pena el esfuerzo dedicado por parte del profesorado en tragarnos los sapos pedagógicos, acciones que, como siempre, desembocaban en una nueva oportunidad. En ese momento, la mujer entró en el apuro que había intentado evitar: ¿cómo alabar a un hijo cuando había acabado en la cárcel acusado de asesinato? En un ímprobo esfuerzo resolvió la situación con una expresión contundente: «Es inocente», que fue redoblando hasta perder en cada repetición partículas de convencimiento.
Después del abrazo, Héctor aceptó mi relativa indiferencia, quizá debiera decir mi malestar. No escondí en la mirada la molestia que me ocasionaba el estar allí, pero sobre todo el que él estuviera allí, acusado de matar a otra persona, sin importarme que la madre me hubiese insistido en su inocencia. Ese recelo se sumaba a cierto descontento que suele acompañarme, que quizá ya me haya agriado el carácter y que probablemente sea el resultado de barajar diferentes elementos en ocasiones imprecisos, que sé que se mezclan con mi innata actitud desencantada con el mundo, especialmente, con el de la enseñanza. Sobre ese aspecto, no sería sincero si en mi caso dijera que el alumnado ha empeorado, y con ello descargar mis culpas, aunque tampoco quiero decir que no sea así. Sé que las auténticas razones, que quizá algún día intente dilucidar, debo buscarlas más en mí que en el resto de mortales. Mi profesión me aburre soberanamente, tanto en los días festivos como en los laborables. Sé que lucho contra mí mismo e intento cumplir con mi trabajo, lo cual me sirve para mantener parcelas interiores que están a punto de esfumarse. Por todo ello, volver a ver a Héctor, implicarme en su vida, representaba retomar una fatiga que debía haberse diluido en el tiempo; sin embargo, no era así. Ahí estaba Héctor, detrás de su silencio; un silencio sin argumento.
Las miradas de nuestros interlocutores, por muy sugerentes que puedan ser, nos inquietan si no van acompañadas de palabras. Héctor no hablaba, solo miraba y sonreía. El entorno y el personaje, súbitamente, se rehicieron en blanco y negro; súbitamente, todo aquello era una fotografía que me remontaba a una época que los de mi generación conocimos a través del cine y de los retratos del álbum familiar. Sin esperarlo, me vi moviéndome por un espacio con la figura estática de Héctor, quien me clavaba sus ojos y su sonrisa. ¿Tendría que ser yo quien iniciara la primera conversación con mi exalumno en la cárcel? Esperaba que él aportase algún comentario intranscendente sobre cualquier tema previo a encarar el cuerpo de una conversación. Ni que decir tiene el grado de inoportunidad que representa citar la enfermedad delante del moribundo, así pues, ¿cómo iniciar aquella conversación sin querer tocar el tema que nos justificaba allí, y sin ver en la actitud de Héctor la voluntad para empezar a hablar? Además, ahora Héctor ya no era el adolescente que se saltaba las clases o que enviabas castigado a la sala de profesores. Este era para mí alguien que me recordaba a un muchacho al que intenté enseñar algo en un instituto. Por otro lado, su perfil aristado, su barbilla prominente y esa mirada que no acaba nunca de despertar me llamaron la atención tanto como cuando, tiempo atrás, lo descubrí sentado en una de mis clases. Y en el esfuerzo por recuperar a toda velocidad la información que creía haber olvidado del muchacho, algo indefinido se despertó en mí para ratificar algunas de las observaciones de la madre; entonces, ese algo en mí le dio la razón.
Me invitó a sentarme y acepté. Ahora estábamos de nuevo muy cerca, separados por una mesa que seguro nos recordó a las de los departamentos del instituto. De nuevo se prolongó el silencio sin que lo evitáramos.
—Gracias, profe —vino de algún lugar lejano.
Dejé que continuase, pero no había nada más en su improvisado guion. Comprendí que sus palabras, aunque lacónicas, eran sinceras, quizá por ello no me sorprendió cuando vi que mi propia mano alcanzaba la nuca del muchacho y se detenía para corresponder entre el abrazo y la colleja; aunque mucho más me sorprendió descubrir el ardor de cierta emoción merodeando la frontera de mis párpados.
—Tú dirás, Héctor.


*               *               *



Con esas palabras he decidido empezar la historia de Héctor Almansa; quizá más que su historia sea la mía, y en verdad me cueste admitirlo porque no he sido yo quien ha elegido los sucesos, sino que ha sido ese cúmulo de circunstancias y factores intangibles que señalan todos los pasos que daremos a lo largo de nuestra existencia. Por ello, no podría argüir con precisión por qué he acabado escribiéndola. Es bien cierto que el presente nos reserva apariciones que no le corresponden, incluso en ocasiones, no sé por qué inercia, o no sé por qué condescendencia con lo pasado, observamos que rezuman hacia el presente algunas imágenes que mejor si ya se hubieran borrado. Tal vez, la forma de que los días de otros tiempos acaben entre lo más polvoriento de la memoria sea encararlos como parte de un tiempo mal cicatrizado. Posiblemente por ello he creído en el absurdo de cauterizar rincones de mis días, como lo haría el desahuciado con el primer embaucador que le prometiera sanar su enfermedad. De cualquier modo, esa historia, que quizá no sea ni siquiera una historia, creo que ha encontrado aquí su propio sendero.
En ningún momento citaré mi nombre. No tengo nada que esconder, ni miedo a decir quién soy, pero tampoco nada que aportar con su presencia; no diré mi nombre porque no añadiría nada a esta narración ni a los sucesos que tal vez alguien se esté esforzando en olvidar. Digamos que mi nombre nadie lo debería recordar. Si el protagonista soy yo, seré un protagonista anónimo, y anónimo también si solamente me corresponde ser el autor de la narración.
Por justicia, quiero remarcar que Héctor Almansa tampoco es el nombre de ese alumno con el que coincidí algunos años en la misma aula. Sobre su verdadero nombre, han conseguido los estratos del tiempo mucha más opacidad de la que yo me hubiera propuesto en el esfuerzo de olvidarlo.
Queda por concretar a quién se dirige el relato; aunque quizá todo se resuma admitiendo que las vivencias narradas no se dirijan a nadie. No hay, en las esperanzas puestas sobre este texto, más luz que la que pueda entrar en un cajón cerrado donde se requemen las hojas que voy a ir escribiendo. Nadie tiene por qué conocer nada de lo que aquí irá tomando forma, pues no hay nadie que pudiera ayudar a corregir eso que el azar ya ha trazado y pensamos que se debe a nuestro esfuerzo o a nuestras imprudencias; así pues, afirmo que este intento, que no es más que esfuerzo absurdo, ya ha empezado a morir en cada línea, a arrepentirse de haberse empezado a perfilar.
Después de tanta dubitación en lo apuntado, a nadie le debe extrañar que yo siga inquiriéndome por qué decidí escribir sobre Héctor, como tampoco sorprenderse porque solo encuentre respuestas múltiples e imprecisas, como: porque la falta de experiencias reales me lleve a repetir las vividas; porque al recrear lo sucedido todo puede adquirir un sentido más completo; porque la realidad es caótica y requiere ciertos reajustes para que las piezas encajen y en su socorro acude la escritura.
Había ido a visitar a Héctor por petición de su madre, y porque algo se despierta en alguna sinuosidad interior y, sin saber cómo, atraviesa la coraza y las defensas que exponemos a la vista de los demás.
—Lo único que puedo decir es lo que ya he ido diciendo a todo el mundo: a la policía, a mi madre, al abogado, al juez… Lo juro, profe.
Héctor empezó a aportar su parte en la conversación con omisiones implícitas, como si fuéramos viejos amigos que hablan más por lo que callan que por lo que dicen.
—¿De qué quieres hablar?
—No sé, profe.
—¿Prefieres que hable yo?
—Creo que sí.
—¿Cómo pasas el tiempo?
—Leo. Eso sí, leo todo lo que puedo.
—¿Lees?
—Te lo juro, profe. En el tiempo que llevo aquí he leído más que en toda mi vida.
—Lo creo.
—Sí, yo también estoy sorprendido.
Dejó que se escapara un silencio y después prosiguió:
—Ahora, por ejemplo, con la música, no solo la escucho, es que me estudio el disco. Quiero saber qué instrumentos suenan. Me pregunto cómo se puede juntar tanta variedad de posibilidades sonoras sin que el resultado sea un estropicio y, por el contrario, se consiga algo excepcional.
—Parece que sí, que has cambiado, que eres capaz de ahondar en lo que te interesa —dije con relativo convencimiento, y con la sospecha de que se esforzaba en la utilización de algunas expresiones nada habituales en su registro, como «variedad de posibilidades sonoras» o «algo excepcional».
—Y lo mismo me pasa cuando leo.
—¿Ya has descubierto la lectura?
—En el instituto me gustaba leer las obras de teatro que tú traías, cuando tú podías ser uno de los personajes, cuando le dabas la entonación, o sea, que lo podías vivir.
—Me lo dices un poco tarde.
—Lo que me aburría era aquello del cuaderno, de la ortografía y de los acentos. Aquello rayaba, profe.
—Mejor nos hubiera ido si tú hubieses colaborado.
—Ya no lo puedo negar.
Tras unos segundos de silencio, Héctor añadió:
—¿Quieres saber cómo paso los días? Desde aquí me parece que los días pasan fuera, en la calle. Aquí dentro el tiempo huele como la ropa de las viejas, huele…
—A alcanfor —dije yo.
—Eso es: a alcanfor. Aquí todo está pautado. Aquí sobre todo pienso.
—¿En qué?
—Pienso mucho en mi novia.
—¿La conozco?
—Claro. ¿No te acuerdas de Olga?
—Me vienen a la mente varias Olgas.
—Aquí la llevo siempre.
Y echó mano a un bolsillo trasero de sus pantalones, de donde extrajo una fotografía. Aparecían Olga y Héctor apoyados sobre una motocicleta. Él pasaba el brazo por los hombros de la muchacha, y se adivinaba que ella correspondía pasando su brazo por la cintura de él. La nota discordante de aquella estampa la aportaba el casco de Héctor, que descansaba sobre su cabeza casi en un ejercicio de malabarismo, como si de una pesada boina se tratase. Más allá, en la mirada de los personajes que componían la fotografía, se podía interpretar algo bien diferente. Olga apuntaba con sus ojos hacia la cámara con un atisbo de desconfianza, tal vez sabiendo que la fotografía es un documento que impide el paso atrás. En sus ojos se leía la expresión de quien hubiese sido traicionada y acabase de comprender en ese instante en qué consistía la traición. Héctor, sin embargo, daba con su actitud un paso adelante, como si para él la fotografía fuese la prueba eterna de haber alcanzado una meta: tenerla aprisionada, desde aquel instante del disparo, para la eternidad del papel condenado a arrugarse en el bolsillo de unos vaqueros. Ese segundo del disparo se iba a multiplicar en infinitos segundos y en infinitos lugares donde Héctor mostraría su captura.
—¿No te acuerdas de ella?
—Por supuesto. Está en bachillerato.
—Exactamente. Ella no iba al grupo de los adaptados.
—Tú también podías haber ido a su clase.
—Ya, pero a mí, como que no…
Inopinadamente, aquella conversación, a pesar de tanto tiempo sin vernos, se me hizo demasiado próxima. Nuestras palabras me incitaban a avivar el tono. La mirada expectante de Héctor me inducía a explayarme sobre mis opiniones, pero era precisamente lo que había decidido no hacer, no implicarme en un asunto que por mi propia supervivencia consideraba zanjado.
—Pienso mucho en ella. Debo pensar en ella a la fuerza. Pensaría en ella aunque no fuera mi novia, y si no existiera…, no sé qué haría si no existiera. Imagínate, entre tanto tío, como no pienses en tu novia…
Aunque Héctor jamás había sido el hablante chabacano que se esfuerza por seguir el registro más marginal, sí que le había gustado coquetear con el argot acostumbrado de otros compañeros, sobre todo, relamerse en expresiones de última hornada; con todo, rápidamente observé (entre los cambios que anunció su madre y de los que yo me percataba) una pronunciación más clara si cabe y una concentración en silencio para encontrar la palabra que a él le parecía la más precisa en cada situación. Era como si hubiese afinado el estilo que en algunos momentos ya apuntaba.
Siempre había pensado que Héctor tendría suerte. No me refiero a esa suerte de los que están preparados y que despiertan la envidia en los demás. Me refiero a la suerte de verdad, a la que nada tiene que ver con el esfuerzo ni con una formación. No me había sido difícil imaginármelo de adulto ocupando un puesto laboral bien remunerado. Pensaba que su estrella lo elevaría a alcanzar altas cotas; en altas quiero decir reconocidas en la sociedad, y más exactamente, en la de consumo. De él hubiese destacado la forma de saberse vender, de saber representar a sus compañeros de clase sin saber esta que estaba siendo representada. Estaba seguro de que su verbosidad le abriría más de una puerta. Su hablar, en ocasiones parsimonioso, aunque no aportase nada significativo, había logrado superar algunas reticencias en aquellos profesores que no lo conocían, e incluso en los que creíamos conocerlo. No me hubiese extrañado encontrármelo en un comercio vendiendo televisores a comisión, o bien ordenadores o lavadoras, y al poco verlo pasear con un coche deportivo porque las circunstancias habían cambiado, por lo que ahora se dedicaría a otros menesteres cuya actividad no se ajustaría a ningún oficio, pero que se englobaría en eso que en las películas suelen llamar negocios.
—¿Con quién te relacionas aquí?
—Con los mejores de la clase. Con los mejores de la clase de aquí. Te lo juro.
Volvió otra vez el silencio, y sin quererlo, empecé a pensar en la posibilidad de marcharme. Ya había hablado con Héctor. ¿Qué más podía añadir a lo que eran atribuciones de la justicia? Me encontraba como en aquellas inesperadas visitas de padres en las que te piden ciertos datos de los hijos, que, como profesor, no puedes tener, y que sería más propio que fuera yo quien los demandase a los padres. Por un momento sospeché que lo que él quería era mostrarse, mostrar su faceta de hombre acerado que, como tal, puede estar en la cárcel, equivaliendo ello a una categoría solo para algunos escogidos. No obstante, la misma crueldad de mi pensamiento me hizo rectificarme. Pensé, huyendo de Héctor y de mis propios juicios, que si apareciera en ese momento el funcionario para avisarnos de que ya había transcurrido todo el tiempo, todavía sería capaz de bajar hasta el puerto, pedir un arroz en la terraza de algún restaurante y después elucubrar sobre los veleros amarrados. Era mi sábado, un día de fiesta y con mucho sol, además de que era el último sábado del verano.
Me dije que yo también necesitaba abismarme y, casi al mismo tiempo, me repetí lo que en los últimos años suelo decirme: ¿por qué cada vez necesito más tiempo para reflexionar? ¿Me aleja de la realidad? ¿Y qué si me alejo? ¿Acaso es señal de que ya tengo cuarenta y un años? Héctor volvió a hablar, aunque no atendí a las primeras palabras que pronunció porque yo todavía estaba saliendo de mi ensimismamiento. De cualquier modo, asentí con la cabeza.
—¿Crees que puedo hacer algo por ti? —dije traicionándome. Héctor me miró callado, quizá adivinando que yo acababa de decir precisamente lo contrario de lo que pensaba.
—No quiero nada en particular, solo conversar.
Y volvió a golpearme con el silencio, como diciéndome: «No te necesito para nada, fracaso de profesor engreído. Solo quiero tu tiempo, que calles o hables cuando a mí se me antoje tenerte aquí delante».
A cada silencio, Héctor parecía concentrarse en cierto movimiento interior, como si sus emociones se desplazasen en una órbita que él todavía no dominase y lo zarandearan, y por eso, en la mirada me lanzaba un eseoese que él no era capaz de verbalizar.
—¿Qué lees?
—Novela histórica.
Creí que su respuesta iba a ser peor, yo daba fe del nulo entusiasmo que Héctor había manifestado jamás ni hacia la novela ni hacia la historia, por lo que su respuesta no acabé de creérmela. Su réplica estaba sin duda planificada, escuchada y aprendida para una ocasión como aquella.
—Y concretamente, ¿te centras en algún período de la historia?
—No. De momento, no. Quizá cuando salga de aquí me centraré en Alejandro Magno. Sí, creo que en Alejandro Magno. Y no me mires así.
Por lo menos, fuera verdad o mentira, se ahorró el temido comentario sobre lo grandioso del personaje y la extensión de sus dominios. Aunque, por otro lado, esa falta de puntualización me llevó a pensar que seguía sin saber quién era Alejandro Magno. De cualquier modo, Héctor dijo «quizá cuando salga de aquí…», lo cual, tal vez sin saberlo él, aportaba la nota dramática del enfermo desahuciado, tendido en una cama de hospital.
—Me gustaría leer un libro que tú me recomendases, y después comentarlo juntos. La biblioteca de este establecimiento es envidiable.
Dijo «establecimiento» y «envidiable», sin aclarar para quemarla o algo parecido, con sobreactuación incluida. Puestos a actuar, volví a traicionarme comprometiéndome.
—O sea, que quieres que organicemos algo así como un club de lectura: nuestro club de lectura restringido para nosotros dos. Bien, Héctor. Estupendo —dije ya instalado en la mentira.
—¿Con qué libro quieres que empecemos?
—¿Con qué libro? A mí la novela histórica no me gusta —aclaré—, ni tampoco los libros donde pululan elfos, vampiros o duendecillos.
—Bueno, pues tú decides.
Estaba convencido de que sería imposible coincidir en alguna lectura si yo le proponía algún libro que a mí me interesase; además de que cada vez me es más difícil encontrar alguno que cumpla con ese mínimo de satisfacción. Por lo tanto, la solución pasaba por que yo cediera a sus gustos, en el supuesto de que él los tuviera definidos, de lo contrario, como ya estaba involucrado, estas visitas se convertirían en interminables lecciones particulares con el alumno más díscolo de la clase; los dos nos íbamos a aburrir muchísimo.
También pensé que si el vigilante hubiera llegado a tiempo ahora no tendría deberes para casa. Irremisiblemente, ya existía eso de para el próximo día…; y lo peor de todo era que el alumno estaba poniéndole deberes al profesor.
—¿Por cuál empezamos, profe?
—Creo que antes no me he explicado bien. Cuando he dicho que no me gusta la novela histórica, quería decir que no es el tipo de literatura que más me atraiga.
—Si tú prefieres otro tipo…
—Ya que tienes interés por Alejandro Magno, buscaré algo sobre él y te lo haré llegar.
—No me gustaría que te obligaras…, que por mí tanto da.
Si a él le era indiferente, puedo asegurar que para mí, no. Prefería, ya de perdidos, realizar el esfuerzo y empaparme un infumable libro de quinientas páginas con promesas de continuación, a tener que convencer a quien no quiere ser convencido, sobre los diferentes estilos que se recogen en la literatura narrativa contemporánea.
Hacía algunos minutos que por la rendija de la puerta o tal vez por los mismos poros de las paredes, se estaba filtrando cierto olor rancio que no era otro que el que procedía de la cocina. El olor me trasladaba a un lugar de bruma espesa y de pucheros. Alguien abriría una gran olla para remover un caldo amarillo que poco después sería vertido en un plato hondo para Héctor. En esos momentos tuve que convencerme de que esa cocina y la cocina donde pensaba que podría prepararse ese arroz deseado por mí, en nada se parecían, que a mí me esperaba algo delicioso, una promesa que empezaba a ser satisfecha antes de ser realidad. La imagen de Héctor sentado ante el plato humeante que desprendería aquel olor, abrió resquicios de sensibilidad que todavía guardo para momentos como estos. Recuerdo que, de visita en algún hospital, ha sido a la hora de la comida cuando he descubierto mi mayor compasión hacia el enfermo.
Algo de enfermo había en Héctor, como algo de hospital en la cárcel. Consciente de ello, aspiré con intensidad el aire rancio que ya invadía toda la estancia, en un intento por compartir algo de la pena con la que vive el preso.
El funcionario llegó tarde, pero llegó.


Algunas reseñas sobre Tiza y el booktrailer.
  
  
  
  
  

   
  
(pág. 12) 
  
Revista CESF n.2 (1).pdf
(Pág. 31) 
  
  
  


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