No importó que al hermano Enrique el té le abrasara los labios. Se
levantó. Caminó hacia los pupitres. Miró al techo. Cerró los ojos. Iba a
hablar:
─Es tiempo, señorita
Martínez, de que sepa que son para mí sus nalgas la alegría de mi soledad, que
no existe más poder que el de sus glúteos ni sol como el de sus ojos.
En
el silencio de la clase, el hermano Enrique dio otro sorbo de té. Al retomar el
hilo de su confesión, sonó un imponente bocinazo que lo sobrecogió. Eran las ocho; iban a entrar los alumnos.
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