lunes, 16 de marzo de 2020

Locus amoenus





Título: Locus amoenus
Autor: Eugenio Asensio
Precio papel tapa blanda: 5,25 €
Precio e-book: 1,75 €
Número págs.: 55
ISBN-13: 979-8614789404

Puedes adquirirlo en este enlace: https://www.amazon.es/dp/B084YZT4F3




Una reflexión, la sinopsis y un fragmento


La televisión ha popularizado los monólogos, en ocasiones inteligentes, en ocasiones facilones e insultantes, pero siempre con la capacidad de cogernos desprevenidos y dejarnos indefensos ante las palabras de su monologuista. Locus amoenus es un monólogo femenino de carácter humorístico y reflexivo que nos cuenta una historia a lo largo de cincuenta y cinco páginas y os aseguro que, en absoluto, pretende ridiculizar a nadie, por el contrario, la protagonista habla de ella hasta abrirse en canal para mostrarnos los recodos más íntimos de su existencia.



*          *          *



Verónica sustituye por un día a la secretaria del Presidente. En ese tiempo, cree que la vida le ha ofrecido una oportunidad para dejar huella, por lo que en el breve tiempo del que dispone como sustituta, debe esforzarse en dejar el recuerdo de su presencia antes de volver a ser un personaje gris. Quisiera la mujer que el Presidente se fijase en ella, así que realiza visibles cambios en el despacho. Sumados a esos cambios, tal vez el más destacado sea el que se origina en ella, lo cual significa la verdadera disección del personaje, el desnudarse interiormente a través de la introspección.
Verónica es espontánea y tremendamente positiva. En su inmersión, podemos creer que su mundo sea algo superficial; sin embargo, podría ser que Verónica nade en la superficie después de haber conocido el fondo.



Fragmento de la obra teatral Locus amoenus

            
VERÓNICA.- Ahora mismo, justo cuando he colgado el teléfono he sentido un acaloramiento, no, mal dicho, lo que he sentido era y todavía lo siento: ¡entusiasmo! Es el momento en el que vuelve a abrirse la puerta del paréntesis. Justo en estos momentos soy mucho más libre que hace apenas unos segundos. Si no estuviera ese hombre en el lavabo, me iría a mirar al espejo. Seguro que he ganado color, lo sé porque me lo estoy notando en las mejillas. Es que los paréntesis son grises. No, no es exacto. Los paréntesis te impregnan de un gris que tiende hacia la invisibilidad. Tengo que aprender a verbalizar mis sensaciones. Yo no puedo ir un día al médico y decirle, por ejemplo: «Mire, doctor, he venido porque en estos momentos me ha apresado un paréntesis». Ni tampoco puedo entrar en una consulta y después de que sin mirarme me pregunte ¿qué me pasa?, decirle: «Hoy estoy, si se fija bien en mí, algo así como gris». Claro que la sorpresa sería mía si me dijera: «Mirándola bien, es un gris indefinido. ¿Se ha sentido últimamente transparente?». Entonces yo me animaría y añadiría: (con histrionismo psicoanalítico). «Más que transparente, me siento en ocasiones, invisible; aunque hoy no del todo, como usted puede apreciar. Algunas mañanas cuando me levanto me parece que nadie me va a poder ver. Ayer sin ir más lejos no fui capaz de nada. Era tan invisible que ni siquiera pude venir a la consulta. Preferí esperar a hoy para que usted me pudiera ver un poquito más. Pero si usted me ausculta y me hace las pruebas pertinentes, sabrá que soy, más que gris, soy tremendamente gris, radicalmente gris, biológicamente gris, sexualmente gris. No hay en ninguna ciudad del mundo nadie más gris que yo; por lo tanto, la ciencia, incluso las autoridades, deberían comprender mi caso. Si la medicina no puede darme un poco de corporeidad, he pensado dirigirme a las autoridades para que me concedan algún tipo de subvención, para que me consideren un caso de discriminación positiva. Fíjese doctor si seré gris, que en mi primer día en la escuela de las monjas, cuando a sor Juana le dije que yo no tenía esa libreta que habían sacado mis compañeras, la monja extrajo de un cajón más libretas y empezó a repartirlas entre las recién llegadas como yo; pero a mí no me la dio; lo cual, en aquel momento todavía me podía sorprender, así que se lo volví a recordar, pero ella me miró como si lo hiciera por primera vez y acto seguido me dio dos pellizcos al tiempo que me decía que si no tenía libreta por qué no se la había pedido. Y así, a pellizcos, me fui acostumbrando a mi color. También, para que usted se vaya aproximando a mis circunstancias, y si todavía me quiere escuchar, podría recordar algunos sucesos cotidianos que poco a poco me han ido definiendo. De joven, cuando veía que mis amigas se disponían a ir a la discoteca, supongo que debido a mi poca pigmentación, ninguna, sin mala intención, reparaba en contar conmigo; por lo tanto tenía que aparecer como por casualidad para ir con ellas. Entrábamos —sin tener yo jamás ningún problema con los porteros por la edad, precisamente porque nunca se percataron de mi presencia—, pues eso, entrábamos y nos acercábamos a los amigos. Recuerdo que yo siempre tenía que esforzarme para que ellos me vieran, y no porque fuera fea, que como usted sabrá apreciar en mí, puedo considerarme una mujer de buen ver, cuando eso es posible. Como le decía, cuando conseguía que los chicos me vieran, harto difícil en mi natural transparencia, ya de por sí cenicienta y más en una discoteca, ellos, o se extrañaban y me miraban como si no me conocieran o, con mucha buena voluntad, en el mejor de los casos, como si algo en mí les recordase a alguien que hubiesen visto alguna vez; y yo, sin más remedio, acababa cada tarde y cada noche por volverme a presentar. Soy, no tengo más que reconocerlo, un ser tan borroso, que no sabe usted la de veces que he tenido que parar los pies en la sala de espera porque se habían empeñado los pacientes, en que la persona que tenía el treinta y seis, o sea, yo, no había venido. Pero como se puede comprender, no soy capaz de guardarle rencor a nadie, porque, en fin, con una incorporeidad como la mía he desarrollado mucha comprensión hacia los demás, la misma comprensión que le pido a usted o le pediría a las autoridades en caso de que la medicina no fuera capaz de… Para completar mi historial, déjeme decir que mi cualidad grisácea no se limita a mi persona física, sino que se extiende en ocasiones a algunas de mis actividades: a mis profesores se les traspapelaban mis exámenes y mis trabajos se perdían. Y qué le puedo contar sobre los objetos que he prestado, con decirle que no recuerdo uno solo que me hubiera sido devuelto, irá completando mi perfil. Si incluso a mí misma me cuesta encontrar mis cosas, más que otras, las más personales, con eso queda ya dicho todo. Antes de marcharme de su consulta, tengo que insistirle en que mi grisácea identidad la he perfeccionado tanto que, como ya le he comentado, he logrado en ocasiones ser invisible. Se lo juro, tan invisible como el aire. Pero, claro, cuando me detengo a reflexionar, me temo que eso, más que una virtud, sea un problema y, por lo tanto, más que preocuparme, me aterra.


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1 comentario:

  1. Hola: me ha encantado el fragmento que he leído. Esas personas grises tienen mucho que decir...

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