martes, 5 de septiembre de 2023

El hombre disfrazado

 


Título: El hombre disfrazado
Autor: Lara Vázquez
Editorial: Salto de página (Malpaso Ediciones)
ISBN: 9788419154293

             No recuerdo haber leído una novela donde los defectos acaben convirtiéndose en virtudes. Esta afirmación sería el corolario con que cerraría todas las reflexiones que la novela El hombre disfrazado, de Lara Vázquez, me han punzado a lo largo de la lectura. Digo defectos porque los acontecimientos se amontonan sin respetar el tiempo que precisaría el desarrollo de los propios sucesos, digo defectos porque el ir y venir del protagonista no conducen a ningún lugar, digo defectos porque la acumulación de expresiones que entran y salen de la pedantería se pueden convertir en punzadas a la paciencia del lector. Sin embargo, hay un momento en el que se impone el orden natural. En ese momento, el cúmulo de fallas se reordena y cada uno de los elementos, que el lector podía haber denostado, ocupará un lugar preciso en la novela. En esos momentos, todo lo que el narrador había cifrado con la intención de jugar con quien se atreviese a leer el texto será recibido gustosamente y adquirirá el orden preciso. Dicho de otro modo, El hombre disfrazado es a la literatura lo que Amanece que no es poco es al cine.

Lara Vázquez, formado en el lento suceder de los años de estudio, aquellos años en los que entrar en la Facultad de Filología se podía considerar entrar en la antesala del cielo, cuando comprar y leer libros era una inversión imprescindible para existir, a través del narrador de la novela, rinde tributo a diferentes épocas, algunas más doradas que otras. La obra rezuma toda una trayectoria vital extrapolable a los de su misma generación: si, por un lado, los años de juventud nos situaron en una perspectiva edulcorada; por otro, la decadencia en la disciplina de las letras, que llega hasta la actualidad, traza un recorrido que desemboca en la añoranza de lo irrecuperable. Por ilustrar ese pensamiento, diré que cuando hablo de perspectiva edulcorada, me refiero a esa época de la vieja Facultad de Filología, en Barcelona, donde los patios, como claustros de la sabiduría, la biblioteca y sobre todo la cantina, formaron al autor de El hombre disfrazado y, por ende, a muchos de sus lectores. Tal vez tanta recurrencia a la cantina ya era una premonición de lo que nos esperaba.

¿Quién es Witold, el protagonista? Es un personaje que se encuentra en ese marco amplio del antihéroe; no obstante, con sus particularidades, que lo destacan frente a otros antihéroes más convencionales. Incluso para Sab, la mujer idealizada por Witold, él es un «ser descatalogado» (pág. 129). En definitiva, siguiendo con las palabras de Sabina, personaje fundamental de la novela, tanto para hablar de sí misma como para hablar de él, dirá: «perdedores» (pág. 129).

Es importante recordar que El hombre disfrazado no es una novela de argumento, por lo menos en su mayor parte. Toda la historia es un fluir, no sé si autodestructivo para el protagonista. Es una forma de novelar muy válida, no siempre es preciso el acontecimiento que provoque un terremoto en los personajes. Aquí se incide en el mundo subterráneo del protagonista, no en los sucesos. Diría que, en ocasiones, destaca más lo que no sucede que lo que sucede.

Pero si hay que destacar algo de la novela sobre otros aspectos, será el estilo de Lara Vázquez, pues como no da punzadas sin hilo, estemos atentos para no perdernos tantas alusiones, fundamentalmente, al mundo de la cultura y, sobre todo, al de la literatura. Entre los recursos más destacados, podríamos citar el de la oposición de elementos, bien la antítesis, la paradoja o el oxímoron, maceradas algunas veces con juegos de palabras:


«En definitiva, Sabina optó por desaprender. Algo muy sabio» (pág. 14).

«Hablamos del silencio» (pág. 18).

 

En mitad de tanto desencanto, de tanta pérdida que ocasionó el paso del tiempo y la mala suerte en el protagonista, aparecen expresiones tan bien cinceladas como alentadoras para Witold, que nunca deberían borrarse, algunas tan bellas como:

«Sabina era entonces ya como el agua en el cuenco de las manos» (pág. 21).

Así, desde el desengaño del protagonista, son las sentencias verdaderos adagios donde agarrarnos en la deriva:

«Como la memoria es un tribunal amoral, la nemotecnia es su fiscal y abogado defensor» (pág. 57).

«El buen lector construye entre líneas y edifica la obra junto al autor» (pág. 138).

 

Que nadie piense que este libro es una acumulación de lamentos, por el contrario, es el humor diseminado lo que salva la existencia de Witold y transciende hasta el lector. Aquí la agudeza es resbaladiza, cuya genética tiene sus orígenes en el bagaje cultural de Lara Vázquez, fusionado con la experiencia cotidiana.

Decía arriba que el autor entra y sale de la pedantería (nada más alejado de la intención del autor de la novela). Me refería básicamente al uso y acumulación de palabros, inteligente recurso del narrador; verbigracia: apoptosis, parresia, ipsación, teleofobia, petricor, coprolalia, alextimia, limerancia…

O bien:

«—¿Me das un beso? —le rogué.

—No beso.

—¿Tienes filemofobia?

—No me vaciles» (pág. 43).

 

Tal acumulación de vocablos puede llevar a una valoración apresurada que se alejaría de la verdadera intención autorial. Desde mi punto de vista, el empleo de los palabros responde a una doble intención. En primer lugar, zarandear al lector, incluso obligarlo a buscar en el diccionario los significados de esas palabras y con ello, recordarle que no es tan listo como tal vez había pensado; sería una parte más o menos lúdica; en segundo lugar, Witold, el protagonista, nos muestra un mundo en decadencia, en el que bucear en las palabras o en lo inesperado de sus combinaciones, no tiene ningún reconocimiento social y lo alejan más del presente. No olvidemos que Witold pertenece a otra época, quizá una época que jamás existió y, por consiguiente, será el suyo un mundo difícilmente compartible, a todas luces condenado a agotarse con el protagonista. Los pensamientos del Sherif pueden ilustrar lo dicho:


«Pensé que la palabra “indisposición” era tan ambigua como la confusión que un día se dio en una famosa mantequería entre Paco Calatrava y Mick Jagger. Resultó que todo el mundo creía que era el primero el que había pedido un vino de mil euros, cuando en realidad era el segundo. Cuando dijeron que era Jagger todos se hicieron fotos con el inglés y vacilaron; todos menos yo y mi amigo Víctor que nos frustramos porque admirábamos a Paco Calatrava» (pág. 124).

 

Ya hemos hablado de la formación de Lara Vázquez, por lo tanto, si la cultura del personaje principal enlaza con la del autor, cabe decir también que podemos rastrear el paso de algunas de las lecturas de este, en las palabras de aquel, con ejemplos unas veces solapados y otras transparentes. Alusiones a la literatura de forma más o menos directa, diré que en mi lectura dejé de contarlas cuando llegué a veintiséis: Pirandello, Gil de Biedma, Antonio Machado, Díaz Plaja, Marat, Jorge Luis Borges..., y aunque no se aluda, se respira cierto aire de la obra de Gómez de la Serna o de Pérez Andújar. Sin embargo, las presencias solapadas son las que me han parecido más interesantes. Podemos rastrear en la última parte de la novela la estampa de Luces de bohemia. Recordemos que Max Estrella (nombre con marcada presencia en El hombre disfrazado), en su recorrido nocturno por las calles de Madrid, traza el camino a su propia fatalidad. ¿Qué podemos decir de Witold en su recorrido final por los bares de la ciudad nocturna (en esa maravillosa Barcelona suburbial), recorrido que lo lleva a la eventualidad más desgraciada?


Miembros del colectivo de escritores Club Marina. De izquierda a derecha en segundo término: Herminia Meoro, Mercedes Gascón, Mariela Puértolas, Javier López, Jorge Gamero, Lara Vázquez, Eugenio Asensio. En primer término, de izquierda a derecha: Àngels Campos y Amanda Gamero.

               

Pero, sin lugar a dudas, los aspectos cervantinos que se muestran en la obra de Lara Vázquez son para este lector los de mayor peso. Son los que definen al protagonista. Tal vez sea mucho decir que Witold es un quijote, quizá fuera más adecuado decir que Witold es la proyección de un quijote que, antes de morir, transita por su ciudad cuando sus peripecias vitales ya están de vuelta. Ese paralelismo en la configuración del personaje, quizá debido a un sustrato de lecturas, aunque no lo hubiera tenido presente el autor, es realmente destacado, sin descartar el carácter universal de la obra cervantina, que bien pudiera hoy convertirse en caso de intertextualidad. Intentemos desgranar los aspectos más destacados de lo que nos concierne. ¿Puede ser Witold, en parte, una versión lógica y actual del nuevo Don Quijote? Para ello nos podemos detener en algunos aspectos que parecen compartir ambos. Tanto don Alonso Quijano como Witold ya no pertenecen a su época, pues son personaje que se quedaron anclados en su particular cosmos. Si don Quijote vive en la ficción que conoció a través de las novelas de caballerías, Witold está atrapado en un universo que no mantiene conexión con el presente: los dos han sido superados por la realidad. En cuanto al amor, ambos personajes están enamorados de una mujer que pertenece más a la imaginación que a la realidad, pues a las dos, a Dulcinea (Aldonza Lorenzo) y a Sab (Sabrina, Sabina, Sab, tanto la limpiadora como para la secretaria), Witold las ha elevado a la categoría del mito. Elocuentes son las palabras de una de las Sab escritas en el libro de Gombrowicz:


«Te lo regalo. Espero que te guste, a pesar de que tú y yo nunca hemos existido. Te quiere, Sab» (pág. 123).

 

Pero también, intentando desmontar la idealización de Witold para su particular Dulcinea, leemos las palabras de la limpiadora:


«(…) no soy atractiva, soy pobre (…)» (pág. 128)».

 

Sobre los nombres, en el caso del apartado femenino, al ser cambiado Sabrina por Sabina y por Sab, nos puede recordar a Aldonza Lorenzo/Dulcinea. En el plano masculino, Witold/Víctor tiene su correspondencia en Alonso Quijano con Don Quijote de la Mancha. En todos los casos pasa la relevancia a los nombres ficticios frente a los verdaderos.

En cuanto al principal personaje secundario que gana en presencia, es decir, el Sherif/Sancho, se mueve entre el fiel escudero de Witold y el pérfido Don Latino de Hispalis, dos formas escuderiles que pululan en El hombre disfrazado. Si bien el Sherif es el depositario del manuscrito y por tal el encargado de que se convierta en novela, por otra parte, también puede mostrar cierta inclinación a otros intereses, aunque predomine la vertiente fiel:


«Inmediatamente, me agencié la novela y di la orden para que retiraran el féretro y trasladaran el cadáver a la fosa común. A fin de cuentas, el finado siempre se definió como un comunista y nunca creyó en la propiedad privada. Entonces, junto a los parias, se iba a sentir en la gloria» (pág. 123).

 

Sabemos que Víctor acaba en la fosa común aun cuando el Sherif/Don Latino había anunciado, líneas arriba, haber pactado «con el bancario del barrio poder hacer un entierro digno» (pág. 121).

Para acabar esta aproximación al paralelismo entre los dos protagonistas de las diferentes novelas y también cerrar esta reseña, retomemos el ya mencionado uso de palabros, para encontrar algún punto común entre ambos protagonistas. Bien sabido es que Don Quijote vivía en su ficción y que tal circunstancia también la apreciábamos en el habla del caballero andante. Su expresión era tan arcaica como su ensoñación por recuperar la andante caballería. Todo, en definitiva, acorde con la insatisfacción que ofrece la realidad, la misma que lo envía a buscar un mundo alternativo; asimismo, Víctor utiliza su particular terminología. Subrayando lo que apuntamos arriba, incidimos en que el uso de ese particular léxico es parte de la construcción ficticia que Víctor necesita para crear su mundo alternativo.

En suma, original novela muy recomendable, creativa y alejada de los modelos a los que muchas editoriales pretenden acostumbrarnos. Vale.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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