(...)
El
sol, cada vez menos húmedo, hacía soportable la brisa fresca que descendía desde
los picos más altos, y por eso ya comenzaba a haber bañistas. Frente a una
tapia, Pedro estacionó su vehículo. Abrió una de las portezuelas traseras, sacó
dos fardos rectangulares y los colocó sobre el coche. Ya antes de desatarlos
sintió en sus manos la vibración frágil y nerviosa que revoloteaba en el
interior. Al poco, cuando los pajarillos ya se empapaban de sol, dejaron
escapar algunos trinos como eseoeses infructuosos.
Delante
del vehículo asomaba por la tapia el ojo metálico del Pirata. Pedro atravesó la
pared por un boquete y lo vio, polvoriento como el mismo solar, utilizando la
tapia de parapeto.
─¡Pirata!
¿Se ve tierra o no se ve? –inquirió el recién llegado.
Por
unos segundos el Pirata despegó su ojo vivaracho del catalejo para mirar a quien
preguntaba, y una vez realizada la comprobación volvió a enroscarlo.
─La
madre que los parió, cómo se están poniendo. Y son dos tíos.
─¡No
jodas! –dijo Pedro─. Si son dos tíos, ¿tú qué haces mirando?
El
pirata, sin contestar, seguía en su burladero aferrado a su misión.
─Vaya
sitio te has buscado, Pirata. Tú sí que sabes.
─Los
voy a denunciar a la Sociedad Española de Piedra en el Riñón. –renegó el
Pirata.
─¿Y
por qué a la Sociedad Española de Piedra en el Riñón? –quiso saber Pedro.
─¿Tú
sabes la de camiones de arena que han echado ahí? Y en pelotas que van los tíos
guarros, que no paran de hacerse marranás.
─Me
das grima, Pirata.
Cuando
el sol, ya desde el otro lado de la tapia permitió que esta proyectase su
sombra sobre el coche, las jaulas dejaron de recibir el calor que tan
gratamente habían aceptado los pajarillos. Fue cuando Pedro volvió a taparlos
con los mismos pañuelos de cuadros y después los introdujo en el coche, con
suma delicadeza.
(...)
Pedro caminó hasta el agua, se mojó la palma de una mano y la sacó aterida. Hasta él llegaba el griterío que habían traído unos estudiantes de secundaria. Los muchachos habían dejado sus ciclomotores apiñados en el arcén y venían con sus mochilas colgadas, fumando con una mano y con la otra jugando con el teléfono móvil. Entre ellos formaban algunas parejas sorprendidas por su exuberante adolescencia. A pesar de la algarabía, parecían comunicarse, e incluso eran capaces, superando el vocerío, de gastarse bromas y realizar juegos propios de la edad. Cuando decidieron, después de enfrentadas opiniones, qué lugar era el mejor, se instalaron lanzando las mochilas sobre la arena y extendiendo las toallas. Las chicas extrajeron sus agendas escolares, y una a otra le leyó las nuevas adquisiciones poéticas, musicalizadas con rima pobre y con temblor hormonal. Ellas habían bajado la voz, se podría decir que la habían adaptado a la intimidad lírica que el verso exigía; ellos seguían hablando a gritos, marcando en el aire territorios de sabiduría sobre motos y coches.
Pedro caminó hasta el agua, se mojó la palma de una mano y la sacó aterida. Hasta él llegaba el griterío que habían traído unos estudiantes de secundaria. Los muchachos habían dejado sus ciclomotores apiñados en el arcén y venían con sus mochilas colgadas, fumando con una mano y con la otra jugando con el teléfono móvil. Entre ellos formaban algunas parejas sorprendidas por su exuberante adolescencia. A pesar de la algarabía, parecían comunicarse, e incluso eran capaces, superando el vocerío, de gastarse bromas y realizar juegos propios de la edad. Cuando decidieron, después de enfrentadas opiniones, qué lugar era el mejor, se instalaron lanzando las mochilas sobre la arena y extendiendo las toallas. Las chicas extrajeron sus agendas escolares, y una a otra le leyó las nuevas adquisiciones poéticas, musicalizadas con rima pobre y con temblor hormonal. Ellas habían bajado la voz, se podría decir que la habían adaptado a la intimidad lírica que el verso exigía; ellos seguían hablando a gritos, marcando en el aire territorios de sabiduría sobre motos y coches.
─Un
1600, 16 válvulas, te rula igual que un 1800 con menos válvulas.
En
ocasiones, a algunas chicas se les disparaba el grito hemorrágico y la risa
convulsiva próxima al paro respiratorio, con lo cual la armonía paisajística
conocía excepciones que ni los urbanistas ni propietarios de las villas
previeron en el proyecto.
─Si no
me baño será porque a lo mejor después me da frío –dijo una activa copista de
rimas.
─Yo,
si la Mari se baña, me baño, si no, no me baño, porque para hacer el ridículo
yo sola…
Casi todos ellos fueron quitándose ropa hasta quedarse con el traje de baño.
Casi todos ellos fueron quitándose ropa hasta quedarse con el traje de baño.
─Qué
culo más feo te hace ese bañador –dijo Ahmed observando a una compañera rubia.
─¡El
culo se lo miras a tu madre, vale! –contestó ella.
─Kevin,
¿tú no te bañas? –preguntó Christian.
─Paso
–respondió Kevin.
─Pues
entonces tú te quedas aquí para cuidarnos la ropa, ¿vale?
─¿Y
por qué no te vas a bañar? ¿Es que te da corte o qué? –preguntó la muchacha
rubia.
─El
Kevin no se baña porque está resfriado –argumentó la muchacha más alta de todas.
─Que
no estoy resfriado –intervino Kevin─, lo que pasa es que si me baño, con el
cambio de temperatura me va a dar la rinitis alérgica.
─¿Y
eso qué es?
Pedro, caminando por la
orilla, fue aproximándose al grupo de los recién llegados, aunque manteniendo
la prudente distancia que sabía guardar. Como para ver sin ser visto, se
detenía a contemplar las aguas irisadas, pero entonces su atención retenía las
palabras de los estudiantes.
─Eso
son mocos –volvió a intervenir la rubia.
─Pues
lo que yo digo, que si son mocos es que está resfriado.
Dos chicas, algo más
resueltas, se acercaron hasta la orilla, a poca distancia de Pedro. Una de
ellas se inmovilizó a medio metro del agua, la otra dio el paso que le faltó a
la compañera.
─¡Está
helada!
─Yo no
me voy a bañar –añadió inmóvil la otra muchacha.
Al
poco fueron llegando otros compañeros: salpicaduras, empujones y apretones,
sustos, risas y gritos. Al grupo se le desgajó una pareja, que prefirió
perderse aunque solo fuera a escasos metros, pero parapetada tras la vegetación
convertida para ellos en la suficiente muralla que necesitaban. Y es que la
pareja, conocedora del refugio que representaba el cañaveral, después de
repetir los juegos melosos bajo el sol en compañía de Kevin, el estudiante
alérgico, decidió ocultarse entre las cañas.
─¡Kevin!
–gritó una muchachas con el agua hasta la cintura─ ¡Guárdame el móvil en la
mochila, que no se me llene de arena!
Y
Kevin lo guardó.
─Tamara
–dijo Ahmed─, dice esta que tu hermana es cantante y que conoce a Raquel Plus.
─Y a
ti qué te importa si mi hermana es cantante o lo que sea –añadió Tamara.
─A ver
–insistió Ahmed─, que yo no he dicho nada, que lo ha dicho esta. ¿Es o no es cantante?
Algunas
embarcaciones atravesaban el lago en un ronroneo que se adormecía en el débil
calor de la tarde. Cada vez eran menos los bañistas que quedaban, con lo cual,
los muchachos iban ganando propiedades y derechos comunitarios. La pareja del
cañaveral había extendido las toallas y se disponía a continuar los juegos bajo
el sol, sin sospechar que Pedro había tomado nota de la estrategia de los dos
prófugos.
─Fíjate
cómo iría el nota –explicaba un estudiante gordito─, que cuando el semáforo se
puso rojo y paró el de delante, él no pudo frenar a tiempo y le dio una leche.
─No
tiene ni puta idea –añadió el interlocutor.
─Además
–continuó el gordito─, fíjate, que el pavo, de la misma leche que se había
dado, rebotó, y ¿sabes qué hizo?
─¿Qué
hizo?
─Metió
primera, aceleró y volvió a chocarse otra vez contra el de delante.
Y no
es que Pedro hubiese decidido llegar donde la pareja, fueron sus piernas las
que se adelantaron al pensamiento y lo condujeron hasta las cañas. Emboscado,
descubrió que en una breve explanada recogida por la vegetación, él y ella se
entretenían ajenos con sus juegos. Pedro quiso, ahora sí, acortar la distancia.
Dio con esfuerzo algunos pasos entre la espesura verde, movió para ello las
cañas, y de sus plumeros, cayó una lluvia de pelusas sobre los cuerpos
semidesnudos de los estudiantes.
─Lo
que a mí me pasó es más fuerte –siguió Ahmed─, porque allí nos podíamos haber
matado todos.
Todavía
con las sonrisas en los labios, los muchachos atendían a las palabras de Ahmed.
─Íbamos
yo y el Dani por la 152, que entre Montcada y La Llagosta es una carretera con
dos carriles nada más, estábamos adelantando, y te cagas nen: ¡un coche nos adelantó a los dos por el medio!; o sea, que
pasó entre el coche que adelantábamos y el nuestro.
Hasta
el cañizar llegaban las voces de los jóvenes bañistas. La brisa se frotó en las
hojas afiladas, con lo que alborotaba los penachos de las cañas y acercaba el
rumor de los motores que los autos esparcían desde las recién alquitranadas
laderas hasta el camino de ronda.
─Después
que os diga el Kevin si es verdad o mentira lo que os voy a contar –dijo
queriendo atraer la atención uno de los bañistas, emparejado con la muchacha
rubia.
─Será
mentira.
─Eso
fue al principio de temporada –continuó el acompañante de la muchacha rubia─,
cuando fuimos a jugar al campo del Viladecans. Ya regresábamos, y dice el Loco:
«Nos vamos a Badalona a tomar algo». Cogimos la autopista, íbamos por el carril
del medio a ciento veinte o una cosa así, y te cagas, nen. ¿Cómo diríais que nos adelantó un coche?
─A
ciento ochenta –dijo Ahmed.
─¡Qué
va! –añadió el novio de la rubia.
─¡A
doscientos! –arguyó el gordito.
─¡Qué
va, qué va! Nos adelantó marcha atrás.
─¡Pero
qué dices! –exclamó el regordete.
─¡Kevin!
¡Diles cómo nos adelantó el coche aquel cuando íbamos por la autopista para
Badalona! –inquirió con todos sus pulmones el novio de la rubia.
─Marcha
atrás.
─Se
conoce que el coche nos quería adelantar normal, hacia delante y por la
izquierda, pero se descontroló al dar con su lateral contra la valla de
protección, entonces se dio la vuelta, nos adelantó marcha atrás, nos rodeó por
delante y después se quedó bien puesto en el carril de la derecha.
A
Pedro, una idea como un percutor le disparó una corriente eléctrica que le
recorrió desde la masa mórbida de su cerebro hasta las extremidades y desembocó
en un calor amarillo en los ojos. A partir de ese momento la luz también fue
amarilla, y por ello, el lago y los amantes. Ante Pedro, los cuerpos amarillos
se apretaban en su fricción amarilla. Estaba tan cerca de ellos que podía
tocarlos. Pensó que su mano podía recorrer el cuerpo de la muchacha de la misma
manera que la mano del novio lo recorría, sin que ella notase diferencia
alguna. El cuerpo amarillo de la estudiante se estiraba sobre el de su novio,
quedando así, la espalda desnuda de ella justamente delante de Pedro. Decidido,
este aventuró su mano derecha hacia la pierna de ella. La tocó, y como era de
esperar, la joven no manifestó extrañeza alguna. Envalentonado por la hazaña,
Pedro dirigió su mano hacia el culo de ella, posó su palma sudorosa para sentir
el vaivén de la muchacha. Después palpó, apretó y volvió a palpar, para acabar
manoseando y amasando lo que le permitió la breve longitud de su brazo.
Persuadido de que su acción quedaba protegida por la espesura, buscó la mano
del novio para repetir los tocamientos de este, como quien pisa las huellas
impresas en la arena o en la nieve para no dejar más rastros. Siguiendo el
recorrido de esa mano experta sobre el cuerpo ya conocido, Pedro fue el ciego
guiado por el lazarillo, fue Dante detrás de Ovidio, en busca del paraíso carnal.
Llegó
un momento en el que fue imposible repasar el trazado de la mano del novio
porque los cortos brazos de Pedro no daban más de sí. Este se estiraba todo lo
que podía, se estiraba hasta que la tensión muscular del hombro y del cuello le
provocaba una punzada. Y es que la pareja, en un inesperado revolcón se había
distanciado. Después, los novios, en otro movimiento se habían vuelto a acercar
al espía, sin embargo, el palpo cansado de este ya no distinguía a quién
pertenecían blanduras ni durezas. Descansó un instante, cogió aire y se
incorporó de nuevo, pero esta vez en la posición adecuada para abarcarlo todo.
Cuál sería su sorpresa que cuando se dispuso otra vez a atacar, los amantes, en
sus movimientos amatorios le iban a facilitar la tarea, pues se habían acercado
tanto, que el cansado Pedro vio que la abundancia era tal que podía abastecerse
a dos manos. Y así, con sus breves brazos apenas estirados, nadó en la abundancia
ajena. Dudó entre masturbarse o seguir acumulando imágenes y recuerdos táctiles
para después, y decidió lo segundo. Aquellos eran amantes rotatorios y no había
forma de que se mantuvieran en el mismo sitio. El siguiente movimiento los
llevó hasta la otra orilla del cañedo, así que Pedro, una vez más, tuvo que
decidir la forma de actuar: o bien dar todo el rodeo por el perímetro del
cañaveral, o bien seguir el atajo, es decir, cruzar la pequeña explanada que
servía de lecho a los dos estudiantes y después agazaparse de nuevo en la
vegetación. Otra vez se decantó hacia la segunda opción, porque dar el rodeo,
además de dificultoso, significaba pasar entre la polvorosa espesura, con el
consiguiente ruido, además de tardar más de lo deseado, y solo faltaba que, en
el supuesto de que abriéndose paso por entre las cañas, llegase hasta el lugar
escogido y ellos hubiesen decidido rodar de nuevo hasta Dios sabe qué otro
recodo.
Cuando
Pedro creyó que era el momento, furtivo, dio esponjosos pasos por el lecho de
los jóvenes apasionados. Sigiloso, pensó que llegaría hasta la otra orilla sin
levantar sospechas. Y así fue, con tanto dominio de la cautela había atravesado,
que le pareció que podía arriesgar un poco más; con lo cual, aprovechando que
la muchacha de nuevo estaba sobre su novio, y viendo que esta, buscando una
posición adecuada para aquellos juegos, había alzado sus ancas y se mostraban a
aquel que por allí pasaba, se detuvo a contemplar qué era aquello que se le
ofrecía. Si primero fue una mano, después, se valió de las dos para ceñir la
inesperada ofrenda. Y es que a Pedro no le faltaron ganas de bajarse los
pantalones, y si pudo reprimir ese acto, de ninguna manera pudo reprimir acotar
el territorio femenino que allí sobresalía. Abrazado, se mantuvo durante algún
momento, hasta que la muchacha, confundida, ya que su novio estaba debajo,
quiso saber de quién eran aquellos brazos y aquellas manos que además de
manosear, desde detrás también la rodeaban.
Al
unísono, los tres semblantes expresaron perplejidad. Si allí hubiese habido
algún testigo, este no hubiera sabido si los tres rostros redondeaban los ojos,
arrugaban la frente y abrían la boca por haber sido sorprendidos o por haber
sorprendido al prójimo. Ella, Susana, dio un breve pero afilado grito que punzó
los tímpanos de Toni, su novio, y de Pedro, el prójimo. Por desconcierto y por
huir hacia delante, el primero en hablar fue Pedro.
─¿Qué
estáis haciendo aquí!
El
siguiente debía ser el novio, pero igual que Susana, él también estaba más
pendiente de esconder sus vergüenzas que de gallear ante el intruso, porque,
claro, con la intromisión de Pedro, Toni se preguntaba ¿quién era aquel que
parecía el dueño del cañaveral?; así que volvió a tomar la palabra el prójimo.
─Ahora
no me digáis que no os habéis enterado.
─¿Qué
pasa? ¿Y tú quién eres? –dijo al fin el novio.
─Yo
soy algo así como el flautista de Hamelin –respondió Pedro dando con seguridad
su pirueta.
─Pues
a mí me ha tocado el culo –añadió Susana.
─No
sabéis –se adelantó Pedro a sí mismo─ el peligro que corréis aquí entre las
cañas.
─Qué
peligro, ni que… –intervino el novio.
─A
ver, escuchadme –añadió el flautista de Hamelin─. Soy inspector del
Departamento de Sanidad del Ayuntamiento de Barcelona. En toda esta zona de los
cañaverales hemos esparcido veneno para eliminar a un ejército de ratas. Con
todo el que se ha puesto, lo peor que puede hacer nadie es meterse entre las
cañas porque se juega la vida. A propósito, ¿no habéis visto ninguna rata?
─¿Ratas?
–preguntó Susana agarrada al brazo de su novio.
─Pues
está plagado del tipo conejo –respondió el falso inspector de Sanidad─. Lo
mejor que podemos hacer es marcharnos inmediatamente de aquí.
Los
novios se levantaron con urgencia y se sacudieron el polvo que se les había
pegado a la piel.
─No os
tenéis que meter nunca más en el cañaveral; bueno, por lo menos en unos días.
Los
dos estudiantes, creyendo que debían estar avergonzados porque, en definitiva,
habían sido descubiertos en sus juegos, se separaron. Ella se dirigió hacia la
orilla del lago, y él, hacia las toallas, donde Kevin esperaba a que todos
regresaran de una vez.
La
tarde iba imponiéndose. Pocos quedaban en la arena, acaso cinco o seis
bañistas, pero bien alejados del agua. En cambio, en el camino de ronda que
bordeaba la falsa playa, habían ido aparcando coches, cuyos conductores
observaban y esperaban a que algunos muchachos que por allí solían acudir, se
les acercasen. Hablaban durante algún momento, quizá fumaban algún cigarrillo y,
en ocasiones, los muchachos entraban en los coches. Pedro caminaba no con poco
temblor en sus piernas. Sus pasos eran increíblemente largos para la longitud
de sus cortas extremidades, pero no importaba el desajuste, más valía llegar
pronto al coche que ser presa de un cambio de actitud por parte de los
estudiantes. Pedro, aun sabiendo que les había dado el pego, que les había
engañado haciéndose pasar por inspector de Sanidad, había apostado fuerte y por
ello se veía empujado por la urgencia de entrar en su coche para sentirse
protegido. Llegando a su vehículo, al Pirata lo delató la prolongación de su
ojo metálico. Seguía detrás de la tapia y parecía que el catalejo apuntaba a
Pedro.
─Oye,
¿qué has visto en el cañar? –preguntó el Pirata.
Pedro
no quiso contestar, como si aquellas palabras fuesen dirigidas a otra persona. La
curiosidad del hombre del catalejo le llevó a preguntar otra vez.
─Oye,
pero dime qué hay por allí. Son maricones o son hombre y mujer.
─Estás
enfermo, Pirata.
─Venga
chico, no disimules que con mi ojo –tocó el catalejo─ te he visto por las
cañas. ¿Y qué les ha pasado a aquellos dos que han salido a toda prisa?
─Pues
ratas. ¿O es que no sabes que todo esto está infestado de ratas? –dijo el
inspector.
─¿Ratas?
–preguntó el Pirata─. Mira ahora con lo que me viene este.
Pedro
abrió la portezuela del vehículo y cuando iba a entrar, sonriendo, llamó al del
catalejo:
─¡Pirata!
–y cuando este lo miró, le dijo─: ¡Vete a tomar por culo!
El
pirata se quedó renegando desde su atalaya, bien asido al catalejo y mirando al
coche que poco a poco se alejaba por el camino de ronda.
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