lunes, 28 de julio de 2014

Los últimos pasos de Jonh Keats


      
  • Nº de páginas: 230 págs.
  • Encuadernación: Tapa blanda
  • Editoral: PLAYA DE AKABA
  • Lengua: CASTELLANO
  • ISBN: 9788494210877
     
 Ángel Silvelo Gabriel, colaborador de páginas tan emblemáticas como escritores.org o canal-literatura entre otras, sin olvidar su blog personal llamado Fragmentos, nos presentó en la Feria del Libro de Madrid su última novela, Los últimos pasos de Jonh Keats, publicada por Playa de Ákaba.
            No se trata de un título donde el juego de palabras sea una falsa pista que confunda al lector, que lo lleve a equívocos para demostrarnos un alarde de ambigüedades en el que el lector, participando del juego, se deje llevar por la pequeña trampa que nos deparase Ángel Silvelo. El título es meridianamente exacto con el texto, pues nos habla la novela de los últimos tres meses en los que un Keats jadeante, en Roma, espera que el bacilo de Koch acabe con su vida. Ya está contada toda la acción, no hay secretos que vayan apareciendo a lo largo de las páginas ni sorpresas de último momento. Obviamente, ¿qué sentido tendría cuando todos conocemos el final del poeta romántico?
            ¿Dónde hemos de buscar el valor del texto? ¿Dónde se encuentra aquello que la editora, Noemí Trujillo, encontraría para darle el sí a la edición? Valores son muchos y yo no seré capaz de abarcarlos todos, aunque sí me centraré en algunos de los que he considerado meritorios. Empezaré diciendo que la obra está escrita (estoy a punto de decir sentida) en primera persona. No sé si es la piel de Keats la que transita por la de Silvelo o la de este por la de aquel, porque el mimetismo en ocasiones es gratamente confuso, sin embargo, nunca confunde.
            Ángel Silvelo Gabriel es un autor equilibrado, alcanza un alto registro literario (¿por qué no decir poético?) y lo lleva a pulso hasta la última página. Consigue crear la atmósfera decimonónica romántica en las palabras del personaje narrador cuando este recuerda, cuando padece el desgarro de la enfermedad y cuando imagina el futuro más allá de su maltrecha existencia. Estos son algunos de los logros. El reto que se propuso Silvelo no es contra nadie, o mejor dicho, es contra sí mismo. ¿Cómo mantener a lo largo de más de doscientas páginas un argumento que el lector conoce a priori? ¿Cómo mantener atento al lector cuando este conoce el final de la obra y no hay acción o hilo argumental complejo que sustente la historia? Volveríamos a hablar de pulso narrativo y añadiríamos: tono narrativo.

            «A veces me veo ocupando el puesto de Dante junto a Virgilio en su descenso hacia los infiernos, en un viaje lento pero seguro hacia la oscuridad.»  (pág. 60)


Pero conocer la historia de Keats no es una rémora para el autor ni para el lector, pues es el momento en el que Silvelo le ofrece su mano y aquel la toma para penetrar en lo más íntimo del desenlace anunciado. Y es ahí donde se ha de buscar el punto de partida, ya que es una novela que no empieza en la primera, sino en la segunda fase de la historia, y es ahí cuando adquiere sentido la técnica que Silvelo ha escogido, que no es otra que la de hilvanar su prosa con los textos reales extraídos de las cartas que nos dejó, fundamentalmente, el poeta inglés. Así, pasamos de la novela a la vida y de la vida a la novela sin importar demasiado qué fragmentos son del poeta y cuáles del autor de la novela. Ese es el juego y es ahí donde el autor se encuentra a gusto y donde crece la narración. En el transcurso no se ven costuras ni mucho menos zurcidos, la transición es inapreciable, a no ser por las imprescindibles comillas que separan a un autor del otro.
Propongo el juego de presentar fragmentos de la novela y ver si adivinamos quién es el autor, si Keats o Silvelo:

«Soy aire… soy viento… y aún me siento capaz de apoderarme de tus deseos; ínfimo, pero aún me queda un instante, quizá el último, porque cuando mis pies dejan el suelo, siento como si ya estuviera muerto.» (pp. 63, 64)

«Comparo la vida humana a una gran casa con muchas moradas, de las cuales solo puedo describir dos, ya que las puertas de las restantes todavía están cerradas ante mí (…)» (pág. 73)

Respuesta: el primero, de A.Silvelo; el segundo, de J.Keats. El juego nos llevaría a recorrer todas las páginas del libro y a comprobar que la pasión, telúricamente literaria de ambos, se confunde.














El libro no solo nos habla de pasiones imposibles, de la aceptación de la muerte entendida como liberadora, de la pérdida y de lo irreparable. También en la obra encontramos páginas metaliterarias en  las que se oponen algunos de los movimientos destacados en el paso del siglo XVIII al XIX; es decir, lo que quedase de la Ilustración en su etapa decadente, pues hablamos de la segunda década del siglo XIX, y la eclosión del Romanticismo, que tanto en Alemania como en Inglaterra, ya dio muestras en la segunda mitad del XVIII.
Para incidir en el sentir romántico aparecen imágenes propias de la literatura y de la pintura.

«Las escenas de ensenadas, bahías o bosques solitarios y perdidos acrecientan en mí esa sensación de incertidumbre y soledad que me reconforta con el encuentro más íntimo con los sentimientos.» (pág. 61)

También leemos: «¿Qué es el Romanticismo?» (pág. 60) El poeta protagonista se plantea cuestiones estéticas propias de su época, lo cual es una forma de contextualización de la historia, como también sucede cuando se cita a otros poetas o a  pintores como Severn (personaje y compañero real de JK) o al mismo Turner.
De todas las alusiones metaliterarias, diseminadas a lo largo de la novela, esta es mi preferida:

«”Ni antes ni ahora me fío de la reflexión racional”, pienso, porque si así lo hiciera, sería destruido por los principios de la ciencia que rigen el destino de mi enfermedad. De ese modo, lejos de abdicar, presento batalla al misterio y a la incertidumbre que aprisionan a mi espíritu, y los engaño de la única manera posible, convirtiendo mi lucha en la exploración de esa última oportunidad que tanto anhelo.» (pág. 140)

Es una novela que no busca los fuegos de artificio, que llega a ese final consabido, pero transciende, pues nos habla de lo que es tremendamente difícil de verbalizar. Una aproximación plana a Keats nos presentaría una escena más o menos doliente en la que el poeta aparecería en su último estertor, y esa misma escena sería el punto final. Silvelo Gabriel, por el contrario, en un esfuerzo de introspección nos lleva a otras profundidades, a variaciones insospechadas en el fraseo de la muerte, a quien no le basta la expiración del personaje. Silvelo, metamorfoseado en Keats, se abre paso página a página cuando parece que no será posible avanzar más. Entonces nos habla de la liberación que puede representar la muerte para quien solo conoce el sufrimiento, y nos habla de la belleza para conocer el único refugio posible para el poeta.

«Vida sin luz, pero también sin sufrimientos.» (pág. 179)

 A partir de ahí, encontramos toda una teoría vital y poética que buscan la confusión de ambos conceptos, si es que en algún momento han podido separarse.
No solo en la naturaleza puede encontrarse la muy buscada  belleza para el poeta moribundo, también en el arte. Escogiendo las palabras exactas para ello, A. Silvelo recurre a J. Keats:

«¿Es el arte un vuelo hacia lo sublime, o simplemente una evasión temporal de la experiencia?» (pág. 103)

En otras ocasiones, para el autor no son necesarias las palabras del poeta:

«Sigo caminando por este lecho de belleza infinita, acompañado por las tinieblas del pasado, hasta que el sol vence al horizonte y me ilumina como solo él es capaz de hacerlo en mis sueños.» (pág. 103)

«Ahí quiero caer yo para siempre, en una fosa donde la belleza sea el estado natural del alma, y en la que no quepa otra razón de ser que su contemplación.» (pág. 105)

Muchas son las expresiones a lo largo de las páginas de la novela donde es fácil alzar el vuelo con la ensoñación que Silvelo nos propone. Y uno cede a ese propósito y crea o recrea sensaciones quizá recuperadas de momentos perdidos o intuidos, y si no, veamos algunas de ellas:

«Mi existencia se asemeja demasiado a ese silencio de los ecos perdidos que no saben qué hacer y se convierten en un espacio que mata.» (pág. 148)

«¡Qué difícil es renunciar a un poco de eternidad!» (pág. 178)

La apuesta ha sido alta, pero Ángel Silvelo la gana en rigor y en capacidad evocadora. La gana porque creía en el empeño, y nosotros, lectores que hemos navegado de su mano, regresamos a puerto con una experiencia de infinitud, de haber interiorizado tanta vida palpitante en el papel, a pesar de que la obra gire en torno a la muerte. Vale.







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