martes, 19 de febrero de 2019

MIRALLES


 El relato Miralles apareció publicado en la primera antología Generación Subway, por la editorial Playa de Ákaba, en 2014.                                                                  

          
La secretaria le pregunta que si él es el técnico que tenía que venir a arreglar el ordenador. Miralles no da crédito. Una vez aclarada la confusión, la joven le dice que el señor Hinojosa todavía no ha llegado, que si quiere puede esperar, aunque ella no se lo aconseja porque no sabe si el señor Hinojosa se presentará o irá directamente a producción; que si fuese así, lo más probable es que ya no pasaría por la oficina en toda la mañana. La mujer mira como para frenar los intentos persuasivos, aquellos que mostrarían los matices, lo excepcional del caso, que, en absoluto, nada tiene que ver con lo que al parecer se ha entendido. Ella abre más los ojos y le dice a Miralles que la sala de espera está junto al vestíbulo, que haga lo que desee; aunque no le dice lo que piensa porque nadie le paga para ello.
El hombre calla, tuerce el morro y se encamina hacia la sala de espera. Sentado, apoya la cartera sobre los muslos. La abre y busca la documentación que, si llegara el señor Hinojosa, le iría mostrando ordenadamente. Son tres hojas y una memoria USB que introduciría en la tableta para ilustrar las explicaciones que paralelamente iría exponiendo. Ha repetido los mismos movimientos que en el metro, después de que el pasajero aquel se lamentase de que todo el mundo pedía y pedía, sin embargo él, con tantas necesidades como los demás, pasaba su hambre y no molestaba a nadie. Aprovechando que el hombre bajaba en la siguiente estación, Miralles se sentó para repasar lo que, de ser posible, mostraría al señor Hinojosa.
En la sala de espera no hay nadie más que él. Carraspea y cierra la cartera: para qué volver tantas veces a lo que ya sabe de memoria, a lo que podría exponer sin necesidad de ningún tipo de ayuda ni de guión.
Una alarma en el bolsillo le dice que ha recibido un wasap. Es su mujer. Miralles contesta: «He llegado, pero él, no». La mujer le recuerda, innecesariamente, que cuando salga de la reunión que le diga algo, y el hombre le dice que sí y que «besos».  

La sala es un lugar aséptico, con unas sillas de una modernidad eventualmente imperecedera. Miralles se imagina cómo quedaría aquí una cama, una mesilla, un escritorio con ordenador y un perchero de pie. Alza la vista y comprende que la altura del techo parece ampliar el espacio. Cruza las piernas, se limpia la nariz. No pasa nada, si acaso pasan los mismos pensamientos, pero menos ilusionados que la semana anterior cuando la misma joven, algo más guapa que hoy, le indicó que si no tenía concertada la entrevista, el señor Hinojosa no lo podría recibir. En ese momento le solicitó a la secretaria que se la concertase para hoy, si fuese posible. Fue posible, si bien, después, «la dinámica de las circunstancias se impone sobre nuestros propósitos». De nuevo el teléfono móvil secciona otro pensamiento. Se trata de Luis, su socio, quien le pregunta que si ya se ha entrevistado. Miralles, que no, que está en la sala de espera. Y Luis, que si cree que lo van a recibir. Miralles, que él qué sabe, que no hay formalidad ninguna, que te toman por el pito del sereno. Miralles le explica el incidente del ordenador, a lo que su socio añade que por qué no se lo ha arreglado, que seguro que sabría; y Miralles que sí, pero que no está él en estos momentos para ir arreglando ordenadores. Y Luis, que tranquilo, que no se vaya a poner nervioso, sobre todo porque domina el tema mejor que nadie, pero que de ninguna manera se vaya a enfadar; a lo que Miralles añade que ya está enfadado, que no sabe si mandar todo a tomar por saco y darle dos hostias al Hinojosa de los cojones cuando llegue. Luis, que así no vamos bien, que respire hondo, que a ver si por unos nervios vamos a enviar todo a hacer puñetas. Y Miralles, que no, que si lo reciben, que bien, que él se comportará, que todo eso es lo que haría porque es lo que le pide el cuerpo, pero no lo que hará, que no está tan zumbado.
En la soledad de la sala de espera, Miralles escucha los pasos de la joven acercándose al vestíbulo, aunque no llegan hasta donde él. Miralles, concentrado en escuchar cada sonido, intenta adivinar con ellos lo que sucede. Y los pasos se alejan. Supone Miralles que regresan al despacho. Imagina que la muchacha se sienta; imagina que al sentarse la falda se le sube y aparecen unos muslos algo más torneados de lo que diría cualquiera que recibiese la mirada y las palabras que ella dice, aunque no se correspondan con las que piensa. Imagina que cruza las piernas y que con ello los muslos de la secretaria crecen insospechadamente hasta que un timbrazo dinamita la escena. Diría Miralles que ahora la señorita, a través del interfono, proyecta su sonrisa hacia la platea de un teatro sin espectadores. De nuevo los pasos de la mujer percuten contra el suelo de cenefas de otra época, de la época en la que Miralles no había nacido y sus padres pisarían un suelo de pequeñas baldosas móviles, desportilladas por los cantos. La cadencia de los pasos mantiene una aceleración progresiva que se frena con la llegada a la puerta de entrada, que ella abre para esperar en el descansillo. El mecanismo del ascensor, su frenazo en la planta correspondiente, abrir de puertas, golpe contra el batiente metálico y las palabras atropelladas de bienvenida y de bienhallada en voz alta; dos besos y educado desparpajo que se prolonga desde el rellano, sigue por el pasillo y se cuela en el despacho. ¿Dónde estaba Miralles? No. ¿Dónde estaba la joven? Se había cruzado de piernas cuando sonó el timbre.
¿Y si quien hubiese llegado hubiera sido el señor Hinojosa y por eso el recibimiento de la secretaria ha estado a la altura de los tacones que gasta? Miralles, ya de pie, deja la cartera sobre la silla, como reservándosela, aunque no haya nadie más. Gira el cuello a derecha y a izquierda, se sube los pantalones estirando de las presillas hacia arriba, y con las manos a la espalda accede al vestíbulo. Camina blandamente, deteniéndose cuando cree que algún paso ha sido menos sigiloso de lo que él quería. Está llegando al final del corredor. Remolonea como quien, cansado de esperar sentado, estira las piernas, esas piernas que desgobernadas lo están acercando a la misma puerta desde donde se ve una mesa de escritorio geométricamente inusual. Cuando cree que ha acumulado el valor suficiente, en tres o cuatro pasitos atraviesa con los ojos desde el umbral hasta el fondo. Observa a la secretaria, contenta; al recién llegado, que no es el señor Hinojosa, valorando algunas intenciones en su proyecto de aproximación hacia la joven. Lamentablemente, le vuelve a sonar el telefonillo, lo cual provoca un encuentro de tres miradas, pero sobre todo, un navajazo en las intenciones de quien no es el señor Hinojosa, un desgarrón en las esperanzas de la joven y un desamparo en Miralles.



            La madre le pregunta que si ella también tiene que ir hoy a buscar a la niña al colegio, que si la recogerán después de merendar o si vendrán después de los deberes. Añade que qué le parece si hoy, como hace buen día, se van a merendar al parque de los columpios de madera. Miralles le dice que sí a todo, provocando cierta confusión en la mujer, que acaba repitiendo las opciones, lo cual el hijo despacha con la respuesta de que haga lo que crea conveniente, que si acaso que lleve siempre el móvil encima porque después él la llamará.
            Mientras el hombre hablaba por el teléfono celular, fue aproximándose de nuevo hacia la sala de espera, donde recuperó la silla y la cartera con la tableta. Ha transcurrido un tiempo impreciso cuando una nueva llamada le confirma que es otra vez Luis, su socio. Este le informa de que más que nada lo llamaba por saber cómo estaba la cosa. Si la llamada no se hubiese contestado, hubiera entendido que habría empezado la entrevista, pero que como ha respondido, ya se imagina que todavía no se ha encontrado con el señor Hinojosa. Esta vez es Miralles quien le pide al socio que no se ponga nervioso y que no llame más, que por mucho interés que le ponga, la cosa no cambia. Y ya que están conectados, el socio le recuerda que no descarte la segunda opción, que a pesar de que los materiales sean diferentes, no disminuye en absoluto la calidad ni las prestaciones. Y Miralles que sí, que lo tiene presente y que solo tiene ganas de mandar todo a tomar por saco, que no sabe ya qué hacer, si largarse o entrar en el despacho y acabar de darle las dos hostias al que acaba de llegar, que por el parecido con el señor Hinojosa, casi resultaría lo mismo.
            Observando a su alrededor, el hombre se pregunta por qué solo hay cuatro sillas, sin sofá, sin mesa de centro y sin revistas. Deduce que la austeridad en el mobiliario responde a unos objetivos más o menos estéticos, a un intento de modernidad absoluta en la que no se contempla la posibilidad de confort para quien espera. Luego se dice que la intención no deja de ser una falta de respeto hacia, en este caso, hacia él. Añade que el lugar se muestra frío, voluntariamente, frío, de ese frío que no miden los termómetros. ¿Acaso no sería mejor marcharse? Pero después habría que dar explicaciones a Luis, su socio, y ninguna de ellas sería capaz de convencerlo. Se dice que la sala de espera del cielo, o de eso que haya en el lugar donde el Hinojosa de turno reciba a los muertos, ha de ser así, ha de ser tan aséptica como la que forman esas cuatro paredes con esas cuatro sillas y en donde se evaporan las cuatro ideas que él tendría que  defender si es que alguien llega y se interesa por su proyecto.
            Otro timbrazo tantea el infarto en Miralles y al poco se encuentra con alguien que llega sudando como también llegó él, con una cartera como la suya y que se sienta cruzando las piernas igual que él. Frente a frente se escudriñan y vigilan sin mirarse. El recién llegado pregunta afirmando que el señor Hinojosa no ha llegado, a lo que Miralles afirma preguntando que eso le parece también a él.
            Pasan momentos en los que no sucede nada, en los que la única vinculación con el mundo exterior a la sala de espera se concreta en la desordenada cadencia de unos tacones, en el despunte de alguna palabra que huye de su frase o en alguna risa de deliberada simpatía. Parece que el tiempo se remansa, que se trata de un paréntesis previo a la continuación de otras oraciones pertenecientes a un párrafo todavía inconcluso. Los dos resoplan. Los resoplidos de Miralles empiezan, paradójicamente, en la inspiración y huyen por nariz y boca como diciendo no solo qué calor, sino también qué absurdo es todo, si por lo menos uno supiera que iba a ser recibido… Las exhalaciones del señor que se sienta enfrente de Miralles son de asentimiento a todas las que envía rítmicamente el que muestra mayor experiencia, aunque solo sea de unos minutos más ahí sentado, pero el otro no lo sabe.
            Cuando el compás de la respiración se pierde o se funde en el de espera, los pensamientos buscan entrar más allá de lo que indica la simulación, sí, como le sucede a la secretaria que lo ha recibido. Es cuando uno puede sospechar que ese que se sienta enfrente es el contrincante que persuadirá a Hinojosa; bien porque su proyecto sea más convincente, bien porque venga recomendado, bien porque el destino es muy cabrón y siempre hay cabrones que se agarran con más fuerza que uno al clavo ardiendo de las oportunidades. Miralles le preguntaría qué guarda en esa cartera, a qué se debe su encuentro con el señor Hinojosa. Incluso la crueldad del superviviente lo lleva a plantearse por qué, precisamente, ese que sudaba como él y se sigue sentando como él, no ha sido una de las víctimas que cada fin de semana se suman al escrutinio de muertes en carretera; luego, como quien espanta una mosca con la mano, espanta la maldad de sus figuraciones.
La alarma de un wasap es la señal de que el mundo no se ha terminado y de que más allá de las puertas de todos los despachos del planeta hay alguien que depende de quienes esperan. Miralles, algo incómodo, lleva la mano al bolsillo, pero, quien recibe el mensaje es el otro, lo cual parece fastidiar algo más al primero. El señor responde, y a cada pulsación en el teclado, un sonido celestial se convierte en un pequeño pellizco para Miralles. Absurdamente, el señor que escribe le preguntará al otro si hay cobertura, a lo que Miralles responderá que él sí que tiene; respuesta que pinta una expresión de exagerado asombro en el otro.
En pie, resuelto, Miralles arquea la espalda, esta vez con la cartera en la mano abandona la sala para dirigirse a ninguna parte del pasillo. Observa con falso interés los cuadros de la pared de la derecha, y con disimulado desprecio los títulos de la pared de la izquierda. Se acercaría hasta el despacho, del que siguen saliendo risas y exclamaciones, pero no se atreverá. Ya no hay taconeo, por lo que deduce Miralles que la mujer se habrá sentado; no obstante, no se la imagina con las piernas cruzadas, sí se la imagina frente al capullo que llegó después de él y que fue recibido con honores de señor Hinojosa. Comprende que el recorrido del pasillo es demasiado corto, que su huida ha tocado fin, que el cabronazo del Hinojosa de los cojones se merece esas hostias y que si no viene a lo mejor es porque ya le habían empezado a quemar en las orejas. Con verdadera resignación, Miralles ha vuelto a la sala y se ha sentado en la silla que, a todos los efectos, él, y cualquier observador, ya reconocería como la suya. Escucha al otro, quien ahora habla a través de su teléfono celular. Dice que todavía no sabe nada, que supone que sí, pero que de momento, no. Que no está solo, que no le haga hablar porque ni es el lugar ni la ocasión; que a lo mejor, después de comer,  podrían quedar y comentar cómo ha ido la entrevista, que cuando tenga algo que decir, que ya llamará. Concluye diciendo que todo dependerá de si se digna a venir el señor Hinojosa. Después de despedirse, le pregunta a Miralles en una nueva afirmación que Hinojosa se está haciendo esperar, y Miralles le dice que sí, que se está haciendo esperar, palabras que remata con uno de sus bufidos axiomáticos.

Definitivamente el tiempo es un engrudo que se ha pegado a las suelas de los zapatos que calzan los relojes. Miralles carraspea. A los pocos segundos, el señor devuelve el carraspeo. Miralles llega a pensar que lo del señor de enfrente ha sido una réplica, que ha entendido que el primero en carraspear pretendía marcar un espacio o reivindicar una prebenda sobre el otro, acción que el segundo no podía consentir y que por eso ha replicado con su derecho al carraspeo; a pesar de que sus ojos se perdiesen en las puntas de los zapatos. Miralles sospecha que ahora debe de ser el momento en el que ese hombre de enfrente piense en su contrincante. Tal vez en lo cautivador que será el proyecto que guarda en la cartera Miralles, o bien se esté preguntando por qué su oponente no habrá sido una víctima más en los accidentes de tráfico del fin de semana. El caso es que, receloso, Miralles arranca con una tos que va por encima de todos los carraspeos lanzados hasta el momento, lo cual, para darle la razón, el señor de enfrente tose y carraspea y vuelve a toser. Ante eso, Miralles, perdido en la cenefa que se repite a lo largo de las baldosas, no sabe cómo actuar. De hecho, no será necesario porque la puerta de la calle se ha abierto. Se oye el golpe al cerrarla. Los pasos son urgentes y parece que conocen el camino. Algunas voces indescifrables se filtran hasta la sala de espera. Los dos hombres se miran: Miralles tuerce la boca y el señor de enfrente frunce el ceño. Por un momento esa nueva entrada aporta esperanza, o por lo menos es una tregua en la batalla de signos no verbales. Y la sala se agranda tanto que aleja a los dos hombres. Todo pertenece a una dimensión elástica, como si el tiempo hubiese alcanzado también su final y lo que venga a partir de ahora no será exactamente tiempo. Miralles ya no quiere darle dos hostias al señor Hinojosa, tampoco a su sucedáneo ni mucho menos al pobre hombre que, como él, se mueve en la frontera entre la ilusión y la derrota. A Miralles, lo que se le antoja en estos momentos es tomarse un helado de chocolate o, mejor, beberse una cerveza, porque ya parece que se llega al final del recorrido y eso se festeja con una pequeña celebración. La parada está anunciada y los pasajeros piensan ya en levantarse de sus asientos. En verdad, como si todavía no hubiese salido del vagón, como si el señor que se lamentaba aún estuviese allí sentado, y él, con su cartera, esperara que el metro se detuviese, que el hombre se levantase porque todo ha de cumplir su ciclo, y entonces sentarse él. Algo parecido a un vahído lo devuelve a la otra realidad, a la que un señor sentado frente a él lo observa y, mentalmente,  le envía las mayores catástrofes.
Los dos hombres saben que es el momento, hasta ese instante no había demasiados signos perceptibles, sin embargo, ahora el espacio inabarcable y las miradas tan lejanas lo declaran, pero sobre todo, los tacones acercándose con su armonía rota al trastabillar justo antes de asomarse la secretaria a la sala espera. Cuando la joven preguntó por el señor Miralles, como no podía ser de otra manera, los dos se levantaron.

        Eugenio Asensio

2 comentarios:

  1. No sé si todas las esperas valen la pena, en el caso de esperar para leer Miralles, sí. Enhorabuena, Eugenio.

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  2. Muchísimas gracias, Inma. Creo que siempre vale la pena esperar.

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