El relato Miralles apareció publicado en la primera antología Generación Subway, por la editorial Playa de Ákaba, en 2014.
La secretaria le
pregunta que si él es el técnico que tenía que venir a arreglar el ordenador. Miralles
no da crédito. Una vez aclarada la confusión, la joven le dice que el señor Hinojosa
todavía no ha llegado, que si quiere puede esperar, aunque ella no se lo
aconseja porque no sabe si el señor Hinojosa se presentará o irá directamente a
producción; que si fuese así, lo más probable es que ya no pasaría por la
oficina en toda la mañana. La mujer mira como para frenar los intentos
persuasivos, aquellos que mostrarían los matices, lo excepcional del caso, que,
en absoluto, nada tiene que ver con lo que al parecer se ha entendido. Ella
abre más los ojos y le dice a Miralles que la sala de espera está junto al vestíbulo,
que haga lo que desee; aunque no le dice lo que piensa porque nadie le paga
para ello.
El hombre calla,
tuerce el morro y se encamina hacia la sala de espera. Sentado, apoya la cartera
sobre los muslos. La abre y busca la documentación que, si llegara el señor Hinojosa,
le iría mostrando ordenadamente. Son tres hojas y una memoria USB que
introduciría en la tableta para ilustrar las explicaciones que paralelamente
iría exponiendo. Ha repetido los mismos movimientos que en el metro, después de
que el pasajero aquel se lamentase de que todo el mundo pedía y pedía, sin
embargo él, con tantas necesidades como los demás, pasaba su hambre y no molestaba
a nadie. Aprovechando que el hombre bajaba en la siguiente estación, Miralles se
sentó para repasar lo que, de ser posible, mostraría al señor Hinojosa.
En la sala de
espera no hay nadie más que él. Carraspea y cierra la cartera: para qué volver
tantas veces a lo que ya sabe de memoria, a lo que podría exponer sin necesidad
de ningún tipo de ayuda ni de guión.
Una alarma en el
bolsillo le dice que ha recibido un wasap. Es su mujer. Miralles contesta: «He
llegado, pero él, no». La mujer le recuerda, innecesariamente, que cuando salga
de la reunión que le diga algo, y el hombre le dice que sí y que «besos».
La sala es un lugar
aséptico, con unas sillas de una modernidad eventualmente imperecedera. Miralles
se imagina cómo quedaría aquí una cama, una mesilla, un escritorio con
ordenador y un perchero de pie. Alza la vista y comprende que la altura del
techo parece ampliar el espacio. Cruza las piernas, se limpia la nariz. No pasa
nada, si acaso pasan los mismos pensamientos, pero menos ilusionados que la
semana anterior cuando la misma joven, algo más guapa que hoy, le indicó que si
no tenía concertada la entrevista, el señor Hinojosa no lo podría recibir. En
ese momento le solicitó a la secretaria que se la concertase para hoy, si fuese
posible. Fue posible, si bien, después, «la dinámica de las circunstancias se
impone sobre nuestros propósitos». De nuevo el teléfono móvil secciona otro
pensamiento. Se trata de Luis, su socio, quien le pregunta que si ya se ha
entrevistado. Miralles, que no, que está en la sala de espera. Y Luis, que si
cree que lo van a recibir. Miralles, que él qué sabe, que no hay formalidad
ninguna, que te toman por el pito del sereno. Miralles le explica el incidente
del ordenador, a lo que su socio añade que por qué no se lo ha arreglado, que
seguro que sabría; y Miralles que sí, pero que no está él en estos momentos para
ir arreglando ordenadores. Y Luis, que tranquilo, que no se vaya a poner
nervioso, sobre todo porque domina el tema mejor que nadie, pero que de ninguna
manera se vaya a enfadar; a lo que Miralles añade que ya está enfadado, que no
sabe si mandar todo a tomar por saco y darle dos hostias al Hinojosa de los
cojones cuando llegue. Luis, que así no vamos bien, que respire hondo, que a
ver si por unos nervios vamos a enviar todo a hacer puñetas. Y Miralles, que
no, que si lo reciben, que bien, que él se comportará, que todo eso es lo que
haría porque es lo que le pide el cuerpo, pero no lo que hará, que no está tan zumbado.
En la soledad de
la sala de espera, Miralles escucha los pasos de la joven acercándose al
vestíbulo, aunque no llegan hasta donde él. Miralles, concentrado en escuchar
cada sonido, intenta adivinar con ellos lo que sucede. Y los pasos se alejan. Supone
Miralles que regresan al despacho. Imagina que la muchacha se sienta; imagina
que al sentarse la falda se le sube y aparecen unos muslos algo más torneados de
lo que diría cualquiera que recibiese la mirada y las palabras que ella dice, aunque
no se correspondan con las que piensa. Imagina que cruza las piernas y que con
ello los muslos de la secretaria crecen insospechadamente hasta que un timbrazo
dinamita la escena. Diría Miralles que ahora la señorita, a través del
interfono, proyecta su sonrisa hacia la platea de un teatro sin espectadores.
De nuevo los pasos de la mujer percuten contra el suelo de cenefas de otra
época, de la época en la que Miralles no había nacido y sus padres pisarían un
suelo de pequeñas baldosas móviles, desportilladas por los cantos. La cadencia
de los pasos mantiene una aceleración progresiva que se frena con la llegada a
la puerta de entrada, que ella abre para esperar en el descansillo. El
mecanismo del ascensor, su frenazo en la planta correspondiente, abrir de
puertas, golpe contra el batiente metálico y las palabras atropelladas de
bienvenida y de bienhallada en voz alta; dos besos y educado desparpajo que se
prolonga desde el rellano, sigue por el pasillo y se cuela en el despacho. ¿Dónde
estaba Miralles? No. ¿Dónde estaba la joven? Se había cruzado de piernas cuando
sonó el timbre.
¿Y si quien
hubiese llegado hubiera sido el señor Hinojosa y por eso el recibimiento de la
secretaria ha estado a la altura de los tacones que gasta? Miralles, ya de pie,
deja la cartera sobre la silla, como reservándosela, aunque no haya nadie más. Gira
el cuello a derecha y a izquierda, se sube los pantalones estirando de las
presillas hacia arriba, y con las manos a la espalda accede al vestíbulo.
Camina blandamente, deteniéndose cuando cree que algún paso ha sido menos
sigiloso de lo que él quería. Está llegando al final del corredor. Remolonea
como quien, cansado de esperar sentado, estira las piernas, esas piernas que
desgobernadas lo están acercando a la misma puerta desde donde se ve una mesa
de escritorio geométricamente inusual. Cuando cree que ha acumulado el valor
suficiente, en tres o cuatro pasitos atraviesa con los ojos desde el umbral
hasta el fondo. Observa a la secretaria, contenta; al recién llegado, que no es
el señor Hinojosa, valorando algunas intenciones en su proyecto de aproximación
hacia la joven. Lamentablemente, le vuelve a sonar el telefonillo, lo cual
provoca un encuentro de tres miradas, pero sobre todo, un navajazo en las
intenciones de quien no es el señor Hinojosa, un desgarrón en las esperanzas de
la joven y un desamparo en Miralles.
La
madre le pregunta que si ella también tiene que ir hoy a buscar a la niña al
colegio, que si la recogerán después de merendar o si vendrán después de los
deberes. Añade que qué le parece si hoy, como hace buen día, se van a merendar
al parque de los columpios de madera. Miralles le dice que sí a todo, provocando
cierta confusión en la mujer, que acaba repitiendo las opciones, lo cual el
hijo despacha con la respuesta de que haga lo que crea conveniente, que si
acaso que lleve siempre el móvil encima porque después él la llamará.
Mientras
el hombre hablaba por el teléfono celular, fue aproximándose de nuevo hacia la
sala de espera, donde recuperó la silla y la cartera con la tableta. Ha
transcurrido un tiempo impreciso cuando una nueva llamada le confirma que es otra
vez Luis, su socio. Este le informa de que más que nada lo llamaba por saber
cómo estaba la cosa. Si la llamada no se hubiese contestado, hubiera entendido
que habría empezado la entrevista, pero que como ha respondido, ya se imagina
que todavía no se ha encontrado con el señor Hinojosa. Esta vez es Miralles
quien le pide al socio que no se ponga nervioso y que no llame más, que por
mucho interés que le ponga, la cosa no cambia. Y ya que están conectados, el
socio le recuerda que no descarte la segunda opción, que a pesar de que los
materiales sean diferentes, no disminuye en absoluto la calidad ni las
prestaciones. Y Miralles que sí, que lo tiene presente y que solo tiene ganas
de mandar todo a tomar por saco, que no sabe ya qué hacer, si largarse o entrar
en el despacho y acabar de darle las dos hostias al que acaba de llegar, que
por el parecido con el señor Hinojosa, casi resultaría lo mismo.
Observando
a su alrededor, el hombre se pregunta por qué solo hay cuatro sillas, sin sofá,
sin mesa de centro y sin revistas. Deduce que la austeridad en el mobiliario
responde a unos objetivos más o menos estéticos, a un intento de modernidad
absoluta en la que no se contempla la posibilidad de confort para quien espera.
Luego se dice que la intención no deja de ser una falta de respeto hacia, en
este caso, hacia él. Añade que el lugar se muestra frío, voluntariamente, frío,
de ese frío que no miden los termómetros. ¿Acaso no sería mejor marcharse? Pero
después habría que dar explicaciones a Luis, su socio, y ninguna de ellas sería
capaz de convencerlo. Se dice que la sala de espera del cielo, o de eso que
haya en el lugar donde el Hinojosa de turno reciba a los muertos, ha de ser
así, ha de ser tan aséptica como la que forman esas cuatro paredes con esas
cuatro sillas y en donde se evaporan las cuatro ideas que él tendría que defender si es que alguien llega y se
interesa por su proyecto.
Otro
timbrazo tantea el infarto en Miralles y al poco se encuentra con alguien que
llega sudando como también llegó él, con una cartera como la suya y que se
sienta cruzando las piernas igual que él. Frente a frente se escudriñan y
vigilan sin mirarse. El recién llegado pregunta afirmando que el señor Hinojosa
no ha llegado, a lo que Miralles afirma preguntando que eso le parece también a
él.
Pasan
momentos en los que no sucede nada, en los que la única vinculación con el
mundo exterior a la sala de espera se concreta en la desordenada cadencia de
unos tacones, en el despunte de alguna palabra que huye de su frase o en alguna
risa de deliberada simpatía. Parece que el tiempo se remansa, que se trata de
un paréntesis previo a la continuación de otras oraciones pertenecientes a un
párrafo todavía inconcluso. Los dos resoplan. Los resoplidos de Miralles
empiezan, paradójicamente, en la inspiración y huyen por nariz y boca como
diciendo no solo qué calor, sino también qué absurdo es todo, si por lo menos
uno supiera que iba a ser recibido… Las exhalaciones del señor que se sienta
enfrente de Miralles son de asentimiento a todas las que envía rítmicamente el
que muestra mayor experiencia, aunque solo sea de unos minutos más ahí sentado,
pero el otro no lo sabe.
Cuando
el compás de la respiración se pierde o se funde en el de espera, los
pensamientos buscan entrar más allá de lo que indica la simulación, sí, como le
sucede a la secretaria que lo ha recibido. Es cuando uno puede sospechar que
ese que se sienta enfrente es el contrincante que persuadirá a Hinojosa; bien
porque su proyecto sea más convincente, bien porque venga recomendado, bien
porque el destino es muy cabrón y siempre hay cabrones que se agarran con más
fuerza que uno al clavo ardiendo de las oportunidades. Miralles le preguntaría
qué guarda en esa cartera, a qué se debe su encuentro con el señor Hinojosa.
Incluso la crueldad del superviviente lo lleva a plantearse por qué,
precisamente, ese que sudaba como él y se sigue sentando como él, no ha sido
una de las víctimas que cada fin de semana se suman al escrutinio de muertes en
carretera; luego, como quien espanta una mosca con la mano, espanta la maldad
de sus figuraciones.
La alarma de un wasap
es la señal de que el mundo no se ha terminado y de que más allá de las puertas
de todos los despachos del planeta hay alguien que depende de quienes esperan. Miralles,
algo incómodo, lleva la mano al bolsillo, pero, quien recibe el mensaje es el
otro, lo cual parece fastidiar algo más al primero. El señor responde, y a cada
pulsación en el teclado, un sonido celestial se convierte en un pequeño pellizco
para Miralles. Absurdamente, el señor que escribe le preguntará al otro si hay
cobertura, a lo que Miralles responderá que él sí que tiene; respuesta que
pinta una expresión de exagerado asombro en el otro.
En pie,
resuelto, Miralles arquea la espalda, esta vez con la cartera en la mano abandona
la sala para dirigirse a ninguna parte del pasillo. Observa con falso interés
los cuadros de la pared de la derecha, y con disimulado desprecio los títulos
de la pared de la izquierda. Se acercaría hasta el despacho, del que siguen
saliendo risas y exclamaciones, pero no se atreverá. Ya no hay taconeo, por lo
que deduce Miralles que la mujer se habrá sentado; no obstante, no se la
imagina con las piernas cruzadas, sí se la imagina frente al capullo que llegó
después de él y que fue recibido con honores de señor Hinojosa. Comprende que
el recorrido del pasillo es demasiado corto, que su huida ha tocado fin, que el
cabronazo del Hinojosa de los cojones se merece esas hostias y que si no viene
a lo mejor es porque ya le habían empezado a quemar en las orejas. Con
verdadera resignación, Miralles ha vuelto a la sala y se ha sentado en la silla
que, a todos los efectos, él, y cualquier observador, ya reconocería como la
suya. Escucha al otro, quien ahora habla a través de su teléfono celular. Dice
que todavía no sabe nada, que supone que sí, pero que de momento, no. Que no
está solo, que no le haga hablar porque ni es el lugar ni la ocasión; que a lo
mejor, después de comer, podrían quedar
y comentar cómo ha ido la entrevista, que cuando tenga algo que decir, que ya
llamará. Concluye diciendo que todo dependerá de si se digna a venir el señor
Hinojosa. Después de despedirse, le pregunta a Miralles en una nueva afirmación
que Hinojosa se está haciendo esperar, y Miralles le dice que sí, que se está
haciendo esperar, palabras que remata con uno de sus bufidos axiomáticos.
Definitivamente
el tiempo es un engrudo que se ha pegado a las suelas de los zapatos que calzan
los relojes. Miralles carraspea. A los pocos segundos, el señor devuelve el
carraspeo. Miralles llega a pensar que lo del señor de enfrente ha sido una
réplica, que ha entendido que el primero en carraspear pretendía marcar un
espacio o reivindicar una prebenda sobre el otro, acción que el segundo no podía
consentir y que por eso ha replicado con su derecho al carraspeo; a pesar de que
sus ojos se perdiesen en las puntas de los zapatos. Miralles sospecha que ahora
debe de ser el momento en el que ese hombre de enfrente piense en su
contrincante. Tal vez en lo cautivador que será el proyecto que guarda en la
cartera Miralles, o bien se esté preguntando por qué su oponente no habrá sido
una víctima más en los accidentes de tráfico del fin de semana. El caso es que,
receloso, Miralles arranca con una tos que va por encima de todos los carraspeos
lanzados hasta el momento, lo cual, para darle la razón, el señor de enfrente
tose y carraspea y vuelve a toser. Ante eso, Miralles, perdido en la cenefa que
se repite a lo largo de las baldosas, no sabe cómo actuar. De hecho, no será
necesario porque la puerta de la calle se ha abierto. Se oye el golpe al
cerrarla. Los pasos son urgentes y parece que conocen el camino. Algunas voces
indescifrables se filtran hasta la sala de espera. Los dos hombres se miran: Miralles
tuerce la boca y el señor de enfrente frunce el ceño. Por un momento esa nueva
entrada aporta esperanza, o por lo menos es una tregua en la batalla de signos
no verbales. Y la sala se agranda tanto que aleja a los dos hombres. Todo pertenece
a una dimensión elástica, como si el tiempo hubiese alcanzado también su final
y lo que venga a partir de ahora no será exactamente tiempo. Miralles ya no
quiere darle dos hostias al señor Hinojosa, tampoco a su sucedáneo ni mucho
menos al pobre hombre que, como él, se mueve en la frontera entre la ilusión y
la derrota. A Miralles, lo que se le antoja en estos momentos es tomarse un
helado de chocolate o, mejor, beberse una cerveza, porque ya parece que se
llega al final del recorrido y eso se festeja con una pequeña celebración. La
parada está anunciada y los pasajeros piensan ya en levantarse de sus asientos.
En verdad, como si todavía no hubiese salido del vagón, como si el señor que se
lamentaba aún estuviese allí sentado, y él, con su cartera, esperara que el
metro se detuviese, que el hombre se levantase porque todo ha de cumplir su
ciclo, y entonces sentarse él. Algo parecido a un vahído lo devuelve a la otra
realidad, a la que un señor sentado frente a él lo observa y, mentalmente, le envía las mayores catástrofes.
Los dos hombres
saben que es el momento, hasta ese instante no había demasiados signos
perceptibles, sin embargo, ahora el espacio inabarcable y las miradas tan
lejanas lo declaran, pero sobre todo, los tacones acercándose con su armonía rota
al trastabillar justo antes de asomarse la secretaria a la sala espera. Cuando
la joven preguntó por el señor Miralles, como no podía ser de otra manera, los
dos se levantaron.
Eugenio Asensio
No sé si todas las esperas valen la pena, en el caso de esperar para leer Miralles, sí. Enhorabuena, Eugenio.
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Inma. Creo que siempre vale la pena esperar.
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